NO hay mejor complemento -o peor, según se mire- a los datos del paro que las imágenes que estos días ofrecen los informativos de televisión de hombres y mujeres pugnando por las bolsas de basura que, cada noche, sacan a los contenedores los empleados de los supermercados.

Son imágenes deprimentes, aunque seamos capaces de digerirlas tranquilamente mientras almorzamos los alimentos que hemos podido comprar en esos mismos supermercados cuyos desechos se disputan los pobres en la oscuridad. Porque se trata de pobres, esa especie humana que creíamos desaparecida de nuestro paisaje vital o, como mucho, pensábamos marginal y hasta cierto punto responsable de su propia situación.

La pobreza ha vuelto. No se había ido nunca de entre nosotros, pero ahora podemos verla en toda su crudeza y extensión. Pobreza absoluta, sin necesidad de comparación con los ricos, pobreza de tener que salir a la calle y pelear por lo que se ha estropeado, caducó o nadie compra. Pobreza de comida, que es la más perentoria, con protagonistas que no son ancianos solos y desamparados ni miembros del lumpen social, sino también jóvenes y adultos que se han quedado sin trabajo y sin esperanza de encontrar otro, inmigrantes que caen como primeras víctimas de la crisis, hipotecados y otras personas normales derruidas por un golpe de mala suerte o una decisión errónea.

Como digo, las cifras del desempleo, conocidas ayer, traen consigo este correlato de pobreza extrema que parece sacado de La busca barojiana. El problema no es tanto perder el trabajo como saber a ciencia cierta que va a ser muy difícil encontrar otro. No creo que puedan pensar algo distinto los 171.000 españoles que han ido al paro en noviembre -casi seis mil por día, que se dice pronto- y que han escuchado ayer al vicepresidente del Gobierno, Pedro Solbes, decir que 2009 será peor que 2008. Y aun así, hay que agradecerle el augurio. Es realista, no como los que estuvieron lanzando meses atrás el propio Solbes y otros compañeros suyos de la escuela del optimismo.

Todavía existe algo más dañino que esta conciencia del pesimismo inexorable: el desánimo y la resignación social, la idea generalizada de que esta crisis viene de tan lejos y es tan profunda que el Gobierno puede hacer pocas cosas, la oposición repetiría las mismas pocas cosas si gobernara, los sindicatos llevan tantos años anestesiados que aún dudan si es necesario movilizarse y casi todo el mundo, los que ya están parados y los que aún no lo están, sólo confía en que "cambie la coyuntura", una forma inofensiva de confesar la impotencia más absoluta y de asumir la fatalidad más triste.

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