Antonio Brea

Pasaporte tramposo

El mal llamado pasaporte es utilizado como herramienta para vulnerar los derechos básicos

13 de enero 2022 - 01:45

Entre las primeras preocupaciones que me trae 2022, está la de acudir a la cita para la nueva dosis de refuerzo. No la recibiré precisamente imbuido de una fe ciega en científicos y gobernantes, sino desde la creencia razonada en que los riesgos inmediatos de no perseverar en la vacunación son superiores a los hipotéticos efectos adversos que ésta pudiera tener a medio o largo plazo.

Hay sin embargo una minoría de personas que piensa justo lo contrario. Las que conozco por azar son gente corriente que no responde en absoluto al cliché negacionista difundido por los medios e inspirado en un declinante ídolo de masas que propaga tesis extravagantes. Y aunque considero errónea su postura, no las estimo merecedoras de sanción penal o administrativa.

Hace meses, en medio del galimatías en el que vivimos, las autoridades europeas habilitaron un certificado de vacunación que, a modo de salvoconducto, facilitara los desplazamientos individuales entre los distintos países de la Unión. Y como tal nos lo vendieron sus creadores, antes de vislumbrarse una realidad muy diferente.

Así, hemos visto cómo el mal llamado pasaporte es utilizado, por varios gobiernos y dentro de sus fronteras nacionales, como herramienta para vulnerar los derechos básicos de adultos sanos, entre ellos el del trabajo, por el hecho de no someterse al tratamiento preventivo.

En el seno de sociedades atemorizadas ante una pandemia cuyos precedentes más cercanos se remontan un siglo atrás, este abuso de poder goza irremediablemente del aplauso de la mayoría de la población y del apoyo militante de políticos, juristas e intelectuales. En el límite de la paradoja, encontramos a comprometidos defensores de los derechos humanos propugnando la administración obligatoria a los desafectos, con la excusa de que no puede existir libertad para contagiar. Discutible argumento, si tenemos en cuenta la evidencia de que los inoculados con las imperfectas vacunas actualmente disponibles somos susceptibles de infectarnos y transmitir el virus.

¿Cómo se pretende articular eficazmente la aplicación de semejante medida? ¿Llegaremos a contemplar escenas dignas de vetustos sanatorios, en las que musculosos celadores inmovilizan al paciente mientras una enfermera le pone la inyección a la pura fuerza?

En España, con altísimas tasas de vacunación voluntaria, tales excesos parecen lejanos. Y, conforme a la desvertebración que padecemos desde 1978, nos encomendamos al particular recetario de soluciones que cada líder autonómico ofrece ante esta problemática. Los andaluces al del presidente de la Junta que, fiel a su tibia idiosincrasia, se contenta inicialmente con vetar el acceso de los discrepantes al interior de establecimientos de hostelería, hospitales y residencias.

Temen aquellos que en un futuro vaya más lejos, quizá aconsejado por alguno de esos comités de expertos, cuya creciente influencia apunta a inquietante indicio de la sigilosa evolución de nuestras democracias hacia fórmulas renovadas de despotismo ilustrado.

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