Rafael / Padilla

Pésimos augurios

Postdata

04 de mayo 2014 - 01:00

ES un hecho que el mundo, al menos el nuestro, el de los países desarrollados, está cambiando a gran velocidad y no precisamente para bien. El paso de la sociedad de la producción a la de la innovación, en la que el talento acaparará todos los réditos, conducirá a una nueva y desequilibrada estructura socioeconómica. Así lo ha señalado recientemente el informe España en el mundo 2033 que, dirigido por Javier Solana, ha publicado la consultora PwC.

De entrada, el futuro mapa laboral se concentrará, según dicen, en las principales ciudades económicas del planeta. Es allí donde anidará el reducido grupo de quienes generan mucho valor añadido, germinando a su alrededor un hipertrofiado mercado de servicios dedicado a satisfacer sus necesidades. Junto a ello, un fenómeno concurrente, el de la aparición de nuevas tecnologías, como la robótica o la impresión 3-D, va a empezar a hacer estragos entre los trabajadores semicualificados: el 47% del empleo total está en situación de alto riesgo, anuncia el informe The future of employment, elaborado en Oxford, "ya que muchas de sus ocupaciones son susceptibles de ser automatizadas en una o dos décadas". Sectores como el transporte, la logística, la administración, el diseño, la arquitectura, la ingeniería, la construcción o la fabricación en todas sus facetas, como consecuencia del perfeccionamiento de los bots -programas informáticos que imitan el comportamiento humano-, van a sufrir una drástica reducción en su mano de obra.

En ese escenario, son previsibles transformaciones peligrosamente traumáticas: nacerá una casta mínima y elitista de privilegiados; se fomentará la gran empresa; se aminorarán sin remedio los salarios de la inmensa mayoría; agonizará la clase media; los multimillonarios lo serán cada vez más…

Para acabar de ennegrecer el horizonte, parece también inevitable el desmantelamiento del estado de bienestar occidental: pagar la deuda y afrontar el envejecimiento de la población agotará nuestros recursos públicos, obligándonos a renuncias penosas en logros como la educación o la sanidad.

Queda por saber, claro, si semejante mutación se soportará pacíficamente. Me malicio que no. Pero de eso, del estallido que se intuye y de la justa furia de los excluidos, aún no encontré sabio sensato que se haya atrevido a especular sobre sus dimensiones, el grado de violencia de sus medios o los eventuales perfiles de su hipotético e incierto final.

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