La tribuna

antonio Montero Alcaide

Piel de mariposa

CUANDO pica la piel, por esa sensibilidad natural que la epidermis manifiesta, lo más inmediato y reparador, aunque no siempre lo más conveniente, es rascarse. Y así se calma, aunque por poco tiempo, esa ligera desazón que nos destempla sin mucho alcance. Cuesta, entonces, evitar el rascado, controlar las reacciones y aguantar la picazón; sobre todo, si se trata de niños pequeños, para los que la recompensa inmediata -el alivio momentáneo- es el motor de las conductas. ¿Y si rascarse, además de acto casi reflejo, agrava heridas de la piel, la irrita, rompe, produce ampollas y acarrea un punzante dolor? Este angustioso cuadro clínico es bien conocido, y sufrido, por niños a los que la determinación de la genética, de una parte, y la rareza de la enfermedad, de otra, llevan a una dura limitación que procura discapacidades, ciertamente, pero a su vez ahorma el ánimo y la voluntad para sobreponerse a tan apurado desarreglo.

El nombre exacto de las cosas, como pedía a la inteligencia Juan Ramón Jiménez, el nombre digamos científico, en este caso, es el de "epidermólisis bullosa", sin que en el tecnicismo quepa, como en algunas ocasiones, un guiño glamuroso o distinguido. Pero nombrar las cosas por el atajo de las asociaciones resulta a veces más esclarecedor: "piel de cristal", "piel de mariposa" e incluso "niños mariposa". Es decir, una enfermedad o trastorno de la piel, por transmisión genética, que produce ampollas, úlceras y heridas, sobre todo en las áreas mucosas, al más pequeño roce o golpe. En los casos más graves, también provoca heridas internas que pueden cerrar el esófago. Y la enfermedad se presenta desde el nacimiento o en los primeros meses de vida. La piel de quienes la contraen es, por ello, sensible y vulnerable en extremo, y presenta el aspecto de grandes quemaduras, puesto que al menor contacto físico se cae la piel.

Hagámonos a la idea -aunque este ejercicio jamás iguale y sólo pocas veces se aproxime a la realidad- de uno de esos "niños mariposa" que se levanta y prepara para ir al colegio, viaja en el coche de los padres o utiliza el transporte escolar, comparte con más de veinte compañeros de pocos años su jornada en el centro, ha de desenvolverse en el aula y en el patio, acudir al comedor, participar en excursiones o salidas del colegio y estar sujeto a todos los imprevistos, a todos los comportamientos, a todas las reacciones propias de la corta edad, todavía no asistida por las luces del más completo entendimiento, de la más razonable comprensión. Y repárese, además, en el celoso cuidado de los padres, en la diligente atención de los profesores, en el asombro y la extrañeza de los compañeros de edad, cuando ese amigo llega a clase con vendas casi en todo su cuerpo, el dolor -nunca mejor dicho- a flor de piel, la prevención extrema para evitar roces, golpes o caídas, las ampollas apareciendo sin remedio. Casi una heroicidad, por tanto, cada jornada en firme lucha contra la discapacidad y las limitaciones, frente al desasosiego por lo inevitable, contra la espontaneidad si conduce al más ligero desajuste de la prevención y los cuidados.

Pero cada día, también, una sonada victoria ante el crónico, hiriente y doloroso efecto del dictado -y la ruleta- de los genes. Un triunfo en alianza, una hazaña compartida, una empresa cotidiana para esquinar el desconcierto, una superación colectiva porque nadie se las vale solo, nadie es más capaz solo, y cuando uno se sobrepone a la adversidad es que muchos han arrimado empeño, en una confluencia mutuamente enriquecedora. La escuela, al cabo, es el espacio, el lugar reservado a las formales lecciones de la enseñanza, cuyo currículo ordena y reparte los conocimientos, las destrezas, las habilidades que deben adquirirse. Pero, en la misma medida, la escuela es un marco destacado y principal para que la integración, la inclusión, tomen carta de naturaleza y operen sus efectos de forma tal que no quepa solución de continuidad entre la bienintencionada teoría y la suspendida práctica. Porque, día a día, los niños han aprendido a saludar a su compañero sin tocarlo, saben cómo acercarse a él sin que su piel se resienta ante lo que resultaría ordinario, y asumen con normalizada disposición las maneras que mejor resuelven el desenvolvimiento en la clase. Y los profesores tanto se las valen para enseñar con los recursos a propósito como saben sacarle partido a la crecida diversidad que se afinca en las aulas. Ya porque así es en la sociedad de la que esa diversidad trae causa o ya, asimismo, cuando la discapacidad aporta su cuota de singularidades y precisa respuestas ajustadas.

Por eso la "piel de mariposa" es un duro diagnóstico que abre las puertas del desconcierto, del dolor, de la incertidumbre. Mas también un fabuloso desenlace por el que se hace normal la compartida y acrecentada victoria de la superación.

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