Avanza el mes de enero, sin habernos recuperado aún del empacho de reposiciones televisivas ambientadas en los tiempos de la Pasión: liviano y periódico tormento al que nos veremos nuevamente sometidos en primavera. Entre aquellas, una de las de mayor interés ha sido la del documental Jesús 2.0, en la televisión andaluza. En dicha producción, dirigida por el eminente filólogo Antonio Piñero, distintos especialistas abordan la realidad de Jesús de Nazaret y su época, desde varios puntos de vista: teológico, filosófico, histórico y filológico.

A lo largo de su casi hora de duración, el espectador puede comprobar la dificultad de trazar la personalidad histórica del Nazareno, habida cuenta la escasez de narraciones originales acerca del que fue un hombre humilde y poco conocido entre sus coetáneos, siendo los Evangelios las más detalladas con diferencia.

Es aquí donde llegamos al eje más controvertido de este trabajo audiovisual. Frente a aquellos investigadores cuyas reflexiones se enmarcan dentro de la ortodoxia católica, otros se esfuerzan en sugerir la falsedad de algunos pasajes evangélicos con dos objetivos fundamentales: presentar a Jesús como un terrenal rebelde frente al Imperio y exculpar a sus hermanos en la fe de Abraham y Moisés de toda responsabilidad moral sobre su muerte.

Se pretende así, consciente o inconscientemente, desposeer al Mesías de todo carácter trascendental y por ende de sentido a la religión cristiana, así como derribar uno de los fundamentos seculares del antisemitismo. Propósito, el segundo, que concita un consenso general, mientras que el primero sintoniza con el agnosticismo militante de una capa de población que tiende a ser mayoritaria.

Esta revisión del relato a partir de la deslegitimación parcial de las fuentes trae a mi memoria un recuerdo relacionado con la historia de la tercera gran religión monoteísta. Hace dieciséis años que escribí, para esa magnífica revista cultural hispalense que es Mercurio, una reseña sobre el polémico tratado de Ignacio Olagüe La Revolución islámica en Occidente. En él, su autor ofrece una visión alternativa de la Alta Edad Media, al cuestionar el carácter militar de la expansión musulmana de los siglos VII y VIII. En cuanto a mi modesta colaboración de carácter divulgativo, inesperadamente captó la atención de un medievalista que llegó a señalarme en uno de sus libros como seguidor del difunto ensayista guipuzcoano.

Lo cierto es que, de acuerdo a las enseñanzas de mis maestros, jamás pretendí otorgar carta de veracidad a quienes oponen conjeturas más o menos plausibles a fuentes historiográficamente consolidadas. Precisamente a lo que se arriesgan aquellos estudiosos que se aventuran a desmentir determinadas afirmaciones del Nuevo Testamento, sin apoyarse en unas fuentes que puedan ser universalmente consideradas como más fiables y esclarecedoras. Sin semejante respaldo, mucho me temo que sus propuestas teóricas corren el peligro de pasar a la posteridad por ser tan iconoclastas como indemostrables.