La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Lo dejamos ya para después de Navidad
Cuando se hacen cuentas, se comprueba que desde el III Concilio de Toledo, año 589, para acá, de los diversas formas políticas que la nación española ha moldeado, las monarquías han ocupado 1.423 de los últimos 1.432 años. He escrito en algún lugar, y volvería a hacerlo, que España, en cuanto realidad histórica, es una creación de sus reyes, lo que se patentiza en el hecho de que su unidad progresiva, tras la ruptura traumática del 711, sólo fuera posible mediante enlaces dinásticos pacíficos y queridos, no mediante imposición o conquista de unos hispanos sobre otros. Sin reyes no hay más que tribu o cantón.
Viene a cuento este exordio porque, debido a esa larga tradición de reyes activos en la construcción y la guarda de la nación, los españoles no entienden, más aún condenan, la mera apariencia de inactividad o de ausencia regia. Nunca se consideraron felices los tiempos de regencia o minoría, por buenos que fueran los guardianes del trono, y aunque se defienda que no toca al Rey el gobierno concreto de los asuntos, no se comprende su desentendimiento, sea por asuntos venatorios, como antaño, sea por falta de gusto o empuje político. En tiempos constitucionales, tampoco.
España tiene una Constitución, formal y con mayúscula, la de 1978, y otra íntima, profunda, que viene de muy lejos. En esa constitución íntima España es monárquica, mucho más de lo que los españoles imaginan. Por eso los republicanos, cuando quieren discutir la Monarquía, tras haber hecho todo lo posible desde hace doscientos años para anular sus poderes, se empeñan en preguntar para qué sirve el Rey. Porque a un Rey que vela por la nación, lo vimos el 3 de octubre del ya lejano 2017, no hay por donde atacarlo ante la inmensa mayoría de españoles.
La constitución íntima de España se asienta en dos fundamentos: la Monarquía y la Justicia, también con mayúscula y dependiente en último extremo del Rey, como entendieron los mejores monarcas. La constatación secular del mal funcionamiento de la Justicia ha sido la causa mayor del desapego del pueblo español con las sucesivas formas de estado y, al mismo tiempo, su mayor exigencia a la vigente en cada momento. En el imaginario colectivo, el Rey es el garante máximo de la Justicia y nada ni nadie puede descabalgarle de esa responsabilidad. Un Rey puede no gobernar, no pasa nada; pero la indiferencia ante la quiebra de la Justicia lo destruye.
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