La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Mina es una mina de felicidad en las tabernas de Sevilla
la esquina
ALGUNOS de los organizadores de la protesta ciudadana del pasado martes en Madrid se han declarado arrepentidos del cariz que tomó la concentración, concluida con decenas de heridos, entre manifestantes y policías, y decenas de detenidos, que han sido penalmente imputados.
Más allá de la denuncia legítima por algunos excesos policiales que sin duda se produjeron (el monopolio de la violencia que el Estado traspasa a mandos y agentes exige un uso limitado y contenido de la misma, no un ojo por ojo), importa desvelar el sentido de esta movilización. En mi opinión, nunca debió producirse, y los organizadores que ahora se arrepienten han demostrado o ser unos ingenuos o estar muy equivocados.
El derecho de manifestación pacífica es uno de los derechos fundamentales del sistema democrático, y como tal está consagrado en la Constitución española. Permite, por supuesto, plantear toda clase de reivindicaciones, protestar por lo divino y lo humano y, también, expresar el hartazgo de los ciudadanos con respecto a los políticos. Claro que sí. Tiene algunas limitaciones y cortapisas. Una de ellas, en España como en otras naciones libres, consiste en que no se puede ejercer en los alrededores de los parlamentos cuando éstos se encuentran reunidos. Hacerlo es un delito, que se tipificó para evitar que los representantes del pueblo fueran coaccionados en el desarrollo de su trabajo. Es por eso por lo que nunca hubo de convocarse una concentración bajo el lema Rodea el Congreso. Incluso en el supuesto de que se pretenda protestar por la labor que hacen los diputados, hay que hacerlo en otro lugar. El Congreso de los Diputados, sencillamente, no se puede rodear.
Intimidar a los que están allí dentro es antidemocrático. Enlaza con la idea peregrina -uno de los frutos más dañinos del espíritu del 15-M- de que los políticos elegidos no representan de verdad a los ciudadanos y que sus auténticos representantes son los que se manifestaban contra los diputados. ¿Son más representativos y están más legitimados varios miles de ciudadanos indignados, por tantos motivos reales, que trescientos cincuenta parlamentarios votados en las urnas por veintitantos millones de ciudadanos que también tienen motivos sobrados para indignarse?
Los incidentes, la violencia, los excesos policiales y la agresión organizada de los grupos que siempre aparecen en estos sucesos son una anécdota en comparación con el núcleo del problema: la democracia tiene sus reglas y una de ellas es la aceptación de la voluntad popular expresada mediante el voto libre. Aunque muchos de sus representantes nos parezcan unos petardos incapaces o mediocres. Como me parecen a mí, sin ir más lejos.
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