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la ciudad y los días

Carlos Colón

Sábato

SOLIDARIO como sólo puede serlo un solitario. Ávido de trascendencia como sólo puede serlo un agnóstico. Firme en sus esenciales convicciones como sólo puede serlo un escéptico. Tan lleno de esperanza como sólo puede estarlo un desesperado. Científico descreído de la ciencia. Comunista que apostató al conocer los procesos de Moscú. Pacífico anarquista tolstoiano. Cristiano de los Evangelios y del existencialismo de Mounier. Ése era, es y será Ernesto Sábato.

Escritor perfeccionista de sólo tres novelas que lo convirtieron en uno de los maestros del siglo XX y autor de ensayos sobre la condición humana que lo igualan al Camus que lo dio a conocer en Europa, no dudó en dejar su retraído ensimismamiento pesimista y dar vacación a sus depresiones para presidir la comisión que investigó los crímenes de la dictadura militar argentina, redactando el llamado Informe Sábato.

Actitudes sólo aparentemente distantes -el novelista hermético, el ensayista divulgador y polemista, el activista- que confluían en su interés por lo que para él eran "los grandes temas de la condición humana: la muerte, el sentido de la existencia, la soledad, la esperanza y la existencia de Dios".

Midan su grandeza por estas palabras pertenecientes a Uno y el universo y otros ensayos: "¿Qué nos lleva a luchar, a escribir, a pintar, a discutir a los que no creemos en Dios, si es que, en efecto, hay que elegir entre Dios y la nada, entre el sentido de nuestras vidas y el absurdo? ¿Es que entonces somos -sin saberlo- creyentes en Dios los que escribimos o construimos puentes? Creo que el enigma empieza a ser menos enigmático si invertimos la cuestión: no preguntar cómo es posible que se luche cuando el mundo parece no tener sentido y cuando la muerte parece ser el fin de toda vida; sino, al revés, sospechar que el mundo debe de tener un sentido puesto que luchamos, puesto que a pesar de toda sinrazón seguimos actuando y viviendo, construyendo puentes y obras de arte, organizando tareas para muchas generaciones posteriores a nuestra muerte, meramente viviendo. ¿No será acaso que nuestro instinto es más penetrante que nuestra razón, esa razón que nos descorazona constantemente y que tiende a volvernos escépticos? […] ¿A qué pensar sobre la inutilidad de nuestra vida, por qué empeñarnos en racionalizar también eso, lo más peligrosamente dramático de nuestra existencia? ¿Por qué no limitarnos humildemente a seguir nuestro instinto que nos induce a vivir y trabajar, tener hijos y criarlos, ayudar a nuestro semejante? Precaria y modesta, esta convicción implica una posición ante el mundo".

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