La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El gazpacho que sufrimos en Sevilla
El mercado no cerraba. El ultramarinos, la tienda de ropa para niños, la cuchillería, la zapatería, la semillería, la panadería, la espartería con sus sillas de anea colgando de la marquesina y el quiosco no cerraban. El carrito de chucherías llegaba puntualmente todas las mañanas para ponerse al abrigo de su esquina. Hasta aparecían nuevos negocios, como el puesto de melones y sandías con su toldo, su balanza suspendida y el jergón en el que dormía el guarda de noche. Nada cerraba porque casi nadie se iba de vacaciones. Era la segunda mitad de los años 50 y principios de los 60. Sólo cerraba algún cine porque todavía muy pocos tenían la refrigeración Baviera que se anunciaba en el cartelón con un pingüino, un esquimal y un iglú, y en los expositores de carteles de películas situados en las puertas del mercado se mantenía durante todo agosto el "cerrado por vacaciones". Sólo se añadía algún cartel de los cines de verano del barrio.
Allí estábamos todos los vecinos del ensanche en agosto como lo estábamos en diciembre o en marzo. Poco cambiaban las cosas. Ventanas abiertas por las mañanas que se cerraban en las horas del almuerzo para dejar caer las persianas de tiras de madera verde por fuera de las barandillas de los balcones y volvían a abrirse al caer la tarde para ver si entraba la marea y hacía corriente abriendo la puerta del patinillo, y para regar las macetas de claveles de olor. Dentro, desde que se cerraban las ventanas y se dejaba caer la persiana por fuera de la barandilla, habitaba un mundo de penumbra, madres, tías solteras, abuelas viudas y suspiros. Unas se dejaban trasponer en la mecedora, anudándose un pañuelo fino al cuello para empapar el sudor, abanicándose muy despacio con el ritmo regular de un latido. Otras se echaban. Los niños vagaban silenciosamente por la casa o leían un tebeo tumbados bocabajo sobre los geométricos dibujos de las baldosas hidráulicas. No había televisión, por supuesto. Aunque sí nevera… de hielo, recargada cada mañana por el tío de la nieve que subía las escaleras con la barra de hielo sobre el hombro cubierto por un saco. A veces una de las durmientes o de las traspuestas se levantaba y, en un grifo que había en el costado de la nevera, se llenaba un vaso de agua fría fruto del derretimiento de la barra de hielo. A las cinco y media o las seis olía a café. Y la vida volvía perezosamente.
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