el poliedro

José / Ignacio Rufino

Suicido individual, suicidio colectivo

Los países nórdicos logran la cuadratura del círculo: excelente competitividad, alta protección social y altas dosis de felicidad

DESDE jovencito, en esos años efervescentes de ideales en que ya uno comenzaba a tener curiosidad sobre las formas políticas, al intentar debatir sobre cómo era posible el milagro social y a la vez económico escandinavo, siempre había alguien que te recordaba: "Son los países en que la gente se suicida más del mundo". Si, echándole ganas, acordamos por un momento que el suicidio es una forma perversa de morir, un alto índice de suicidios sería una lacra social e incluso un oprobio nacional. En cualquier caso, es un mito recurrente. Sabido es que las mentiras, a fuerza de repetirlas, cogen una pinta tremenda de verdad. Según la Organización Mundial de la Salud, el suicida es muy mayoritariamente varón en todo el mundo (ya se ocupan muchos hombres de hacerle la faena a sus parejas); Suecia está en el lugar 28 del Ranking Paren el Mundo que Me Bajo; Noruega, en el 43; Rusia es líder, y los países bálticos, por alguna razón telúrico-histórica-alcohólica, también están ahí arriba.

Sea como sea, los valientes que ya no dan un duro por su vida y se quieren dar de baja del valle de lágrimas son siempre pocos. Y tampoco podemos presumir tanto: de cada 100.000 suecos o daneses, se suicidan 13; en España, 8. Por eso, cuando se nos decía que esos nórdicos disolutos sexuales y algo rojeras, que estaban machacados a impuestos, que no podían beberse una cerveza a un precio decente, y encima usurpaban la competencia divina de dar y quitar la vida no eran ningún modelo, uno se quedaba callado. Pero ya no. Allí, si permiten la generalización, pagan muchos impuestos (no las empresas, que tributan al 22% en Suecia, por ejemplo, más de diez puntos menos que aquí… las que pagan aquí, queremos decir), pero tienen un poder adquisitivo más que decente -no digamos más allá de sus fronteras-, unas prestaciones sociales que no menguan sino al contrario, un enorme y muy puritano sentido de la moral pública, los ricos viajan en transporte público (aquí, los pobres van en coche), lo común es más sagrado que lo privado y tienen una altísima calidad de vida (ésta es una percepción de un servidor, no está en ningún ranking de la ONU). No tienen tanto sol para solazarse y tanta birra barata. Los pobres. Pero con todo y con eso, son mucho más decentes en el ejercicio de la política. Como decía el inocente del chiste, "pefiedo a muette". O el suicidio. La verdad. En una tasa como la citada, sí. Ellos se suicidan a una tasa individual un poco mayor. Pero nuestra tasa de suicidio colectivo es mucho mejor. La semanita ha sido para cortarse las venas. Los que legislan y deben dar ejemplo parecen hacer justo lo contrario de lo que nos venden como irremediable. Pero sobre esto ya lo han leído ustedes todo. Volvamos a Escandinavia.

En un reportaje de ayer viernes en The Economist, titulado El próximo supermodelo, se propone que los políticos europeos de izquierda y de derecha aprendan e imiten las prácticas de sus homólogos en los países nórdicos (Suecia, Dinamarca, Noruega y Finlandia). Los nórdicos tiene unos políticos compatibles con su excelente competitividad, protección social, auge cultural… y autopercepción de felicidad, sí. No sufren la esclerosis económica del Sur ni la salvaje desigualdad estadounidense. Se atribuye su envidiable marcha económica a haber sufrido y superado su crisis de deuda en los noventa, pero sobre todo a su manera de reformar el sector público convirtiendo al Estado en más eficiente y con mayor capacidad de respuesta. Aquí, por el contrario, nunca, nunca, se ha acometido un plan nacional de eficiencia del sector público. Nos hemos limitado a dar hachazos atribulados por la urgencia y la necesidad, o la ideología. Otro mundo es posible: existe. Pero con políticos de generalizada distracción moral, e incluso acostumbrados a delinquir, no es posible hacer benchmarking político con los suecos, o sea, copiarles lo bueno.

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