La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Era urgente guardar silencio, alcalde
Era doña Urraca Osorio una gran señora, residente en Sevilla, madre de Juan Alfonso de Guzmán, tercer señor de Sanlúcar. Escribe de ella el presbítero sevillano Espinosa de los Monteros, en 1627, que era "respetada de todos por su mucho valor: y amada por los muchos bienes, y mercedes, que a todas suertes de personas hacía". Sin embargo, la crueldad de Pedro I no reparó en distinciones y la mandó matar en la laguna que después fue, como ahora, Alameda de Hércules. Escrito así, de manera tan escueta como impactante, se exacerba la iracunda tiranía del rey. Sin que dar cuenta de las razones lo atempere o justifique, viene a propósito hacerlo porque se trata de unos hechos sostenidos en la tradición: "No lo expresan las Historias; pero tiénelo recibido la tradición", escribe, en 1795, el también sevillano Ortiz de Zúñiga.
Vencedor en la batalla de Nájera, en 1367, el rey Pedro I, contra su hermanastro Enrique de Trastámara, dispone ejecutar a muchos leales a este último o a quienes se habían opuesto a las disposiciones reales durante los enfrentamientos que se suceden a lo largo de una precursora guerra civil castellana. El hijo de Urraca Osorio, Juan Alfonso de Guzmán, se había hecho fuerte en Córdoba cuando Pedro I, apoyado por tropas musulmanas del rey de Granada, pretendió rendir la ciudad, que había manifestado su adhesión al bastardo Enrique. Y cuenta Espinosa de los Monteros, de este modo, el valor de un "Guzmán Sevillano": "Estando el Rey don Pedro sobre Córdoba con los moros de Granada: y entrándola por fuerza; compadecido nuestro Don Juan Alfonso de las crueldades, y sacrilegios que comenzaba a ejecutar; se entró en la ciudad, y la defendió con el valor, y poder de un Guzmán Sevillano: echando los moros de ella". El enojo del rey fue tanto que, de vuelta a Sevilla, prendió a su madre y la ordenó quemar viva, "llorando el pueblo la crueldad nunca vista, ni oída; y la falta de tal madre, y amparo". Temiendo el rey algún motín, mandó que nadie saliese de las casas y los alguaciles de la ciudad llevaron a la señora, hasta ponerla en un palo, donde la ataron, "y sucedió este doloroso espectáculo, aquel caso tan notable de que estando presente Isabel Dávalos una criada suya, natural de Úbeda, y viendo que con las ansias de la muerte se descubría algo de los bajos, se arrojó en las llamas, y abrazándose con la ropa la cubrió; y quedó hecha ceniza juntamente con su señora: hazaña única en el mundo, y ejemplo de honestidad". Entiende el cronista que debió hacerse mayor memoria de este suplicio y, por ello: "Digno de que la prudencia, y descripción del Senado de esta ciudad hubiera puesto en la entrada de nuestra alameda, cuando puso las columnas de Hércules, y Julio César dos estatuas de alabastro, para eterna memoria de tan admirable suceso, y para freno de cualquiera acción ilícita, o licenciosa, que se intentara hacer en aquel sitio".
Allende los siglos, un paseo por la Alameda pude hacer memoria tanto al suplicio medieval como al propósito expresado por quien lo contó en 1627.
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