Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Bárbara, el Rey, Jekyll y Hyde
Cuando fue nombrado por Franco sucesor -"a título de Rey", como se decía entonces- el prestigio de Juan Carlos de Borbón era inexistente. Despreciado hasta el insulto por los falangistas, odiado por la izquierda como apéndice del dictador, criticado con saña en el Ejército e ignorado por las élites que se enriquecían bajo el paraguas del franquismo, sólo el anciano general y el grupo de tecnócratas que se agrupaban en torno al almirante Carrero Blanco parecían conceder algo de crédito a aquella operación, en principio destinada a perpetuar la dictadura cuando faltara el dictador.
En el culmen de su reinado -que por ponerle fecha se puede situar en el 1992 de los Juegos de Barcelona y la Expo de Sevilla- Juan Carlos era la representación de una España moderna y pujante. Muy pocos jefes de Estado en el mundo gozaban de un prestigio tan sólido y el Rey podía hablarle de tú a tú a un presidente de Estados Unidos o una reina de Inglaterra. Bajo su reinado, España se había incorporado al mundo democrático, había transformado en muy pocos años su estructura política, económica y social, había creado potentes multinacionales y era una voz tenida en cuenta en Europa. España, bajo el reinado de Juan Carlos I, era un éxito reconocido en todo el planeta.
Cuando la semana pasada la Fiscalía del Estado filtra, en una decisión con más carga política que jurídica, que se disponía a archivar las investigaciones abiertas en torno a las actividades financieras del Rey emérito, Juan Carlos lleva más de un año viviendo fuera de su país, al amparo de una de las teocracias del Golfo Pérsico. Su desprestigio alcanza cotas difícilmente imaginables. Desde el desgraciado incidente de Botsuana y Corinna, con su patética petición de perdón incluida, su vida se ha deslizado por una pendiente de descrédito que parece no tener fin: cada cosa que se sabe sobre él empeora la anterior.
Uno de los reinados más fecundos de la Historia de España ha quedado empañado y el daño infligido a la Corona, enorme en cualquier caso, sólo se ve atenuado por la labor ejemplar como Jefe del Estado que desarrolla su hijo y heredero. La torpeza histórica de Juan Carlos no tiene precedentes. Él fue el que con inteligencia e instinto construyó el reinado que trajo la democracia y décadas de progreso y bienestar. Pero también fue él quien se encargó de dilapidar ese capital y el único responsable de cómo están transcurriendo los últimos años de su vida. La Historia ya le está pasando factura.
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