Manuel J. Lombardo

Tronos de campaña

El autor analiza la repercusión del rodaje de la serie 'Juego de Tronos'

08 de julio 2014 - 01:00

MI primo Michael Lombardo, jefazo de la HBO, ha dado el visto bueno para que parte de la quinta temporada de la exitosa serie Juego de Tronos se ruede en Sevilla y su provincia, más concretamente en Osuna y alrededores. La noticia ha llenado de orgullo, satisfacción y entusiasmo a los directivos de las Film Commissions regionales y locales y a los muchos seguidores de la serie, que tal vez sueñen ya con participar como extras en alguna escena o en reconocer su pueblo en algún plano general. La cosa se ha convertido incluso en cuestión de Estado, con la intervención y los anuncios sobre la operación del mismísimo embajador de Estados Unidos en España y la participación pública de algunos mandatarios autonómicos y municipales, con el alcalde Juan Ignacio Zoido al frente de la comitiva promocional.

Estamos leyendo estos días numerosos artículos o notas de prensa que especulan con las cifras y beneficios económicos que la operación dejará en la ciudad y la provincia: que si la serie generará no sé cuántos empleos directos entre los profesionales del sector audiovisual y no sé cuántos más indirectos en la hostelería y demás servicios.

Otro de los argumentos más celebrados apunta al beneficio a medio plazo para el sector turístico, con la promoción internacional de nuestros paisajes y nuestro patrimonio, como si de verdad algunos se creyeran que, cuando la serie esté terminada, en alguno de los planos fuera a quedar algo real o reconocible después de las capas y capas de posproducción y tratamiento de imagen que, a buen seguro, convertirán cualquier estampa de los campos ursaonenes en un lejanísimo eco visual de su orografía original. Si vieron El dictador, de Sacha Baron Cohen, todavía se estarán restregando los ojos para reconocer la Plaza de España en la escena de masas del palacio oriental en los escasos tres segundos que dura en pantalla. Si han visto la inefable Ocho apellidos vascos, que por cierto también anuncia el rodaje de su secuela por aquí, tal vez les habrá entrado la risa floja viendo ese tablao flamenco de pacotilla junto al Guadalquivir, incluso tratándose de una parodia.

En fin, a mí todo esto me suena un poco a una nueva operación a lo Bienvenido Mr. Marshall, a una maniobra especulativa y sobredimensionada como las muchas que, de un tiempo a esta parte, han vendido muy astutamente que la llegada y el desembarco de "los del cine" es poco menos que el maná para estos tiempos de crisis y desilusión colectiva.

Precisamente esta misma semana he estado viendo en casa las copias restauradas en HD de las hermosísimas películas (Finis terrae, Chanson d'Ar-Mor, Le tempestaire, Mor'Vran, Les feux de la mer) que Jean Epstein, uno de los más grandes cineastas-poetas de la historia del cine, rodó en lugares, pueblos e islas de la Bretaña francesa. Como no podía ser de otra forma, me han entrado unas ganas locas de irme para allá y visitar aquellos espacios filmados, en algunos casos, hace más de 80 años. Tal es el enorme poder de sugestión del buen cine y su relación con el paisaje y sus gentes, el verdadero sentido de un lugar que no funciona como mera "localización" para un teatrillo épico sino como espacio natural cargado de valores plásticos, antropológicos o, si me apuran, hasta trascendentales.

Lo que aquí nos venden con "el cine" es otra cosa bien distinta. Es la actualización algo cateta del viejo complejo de inferioridad del buen negocio cerrado en tiempos de precariedad, un negocio que, aunque se nos maquille de emprendimiento apelando a "los buenos profesionales y prestaciones de nuestra tierra", que ya conocemos de sobra desde los tiempos de las superproducciones históricas de Samuel Bronston, sólo nos quiere realmente como mano de obra o figuración baratas, como decorado fácilmente modificable, como escenario con muchas horas de luz para una operación que le será siempre mucho más rentable al contratante que al contratado.

Todo este entusiasmo colectivo, más allá de esa extraña y desfasada mitomanía regresiva que sigue despertando el cine, parece responder a una operación de camuflaje tras la aureola de glamour, beneficios, esplendor y nostalgia que el "séptimo arte" sigue ofreciendo a las autoridades y al pueblo.

Berlanga lo retrató con acierto y mucha gracia en su famosa película. Sesenta años después, parece que estemos dispuestos a repetir la misma secuencia, agitando de nuevo los pañuelos, cantando pasodobles salerosos y colocando banderolas en las calles del pueblo mientras los coches y caravanas del amigo americano pasan de largo a toda velocidad, hacia una nueva temporada que tal vez se ruede ya en Marruecos, Túnez, Malta o el país sureño que ajuste más su oferta.

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