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La ciudad y los días

Carlos Colón

La cuaresma entra en Sevilla

PIANDO frenéticamente los gorriones agitan con sus juegos las hojas del naranjo que monta guardia bajo mi ventana, haciendo caer pétalos del azahar que ya lo ha pespunteado de blanco. El aire perfumado, el piar de los pájaros y el sol por fin triunfante golpean con impaciencia los cristales, queriendo llenar la habitación; y la ventana, atenta a sus demandas, pide a gritos ser abierta. ¿Cómo negarse? Ya está aquí la cuaresma sevillana que, por ser más caprichosa que la litúrgica, nos llega este año con tres semanas de retraso y a sólo doce días de que otros blancos más blancos aún que los azahares broten del Salvador, de la ermita de San Sebastián, de Los Terceros y de San Juan de la Palma.

La cuaresma sevillana necesita de su propia liturgia ciudadana para dársenos. No entra por el Arco de la Macarena, el Postigo, la Puerta Real, Águilas, Santa María la Blanca o calle Sol hasta que está montado el extraordinario altar de culto que es la ciudad bañada por esta luz, perfumada por estos azahares, adornada por la plata de estas limpias mañanas, por el oro de este pleno sol de mediodía y por el terciopelo de estos largos atardeceres. Por eso suelen florecer antes los naranjos en el Tardón, Nervión o la Palmera: es la cuaresma que llega y se para a las puertas de la ciudad hasta que todo esté dispuesto.

Las cosas importantes llegan cuando llegan, con independencia de nuestro deseo. Lo sagrado existe antes que la adoración que se le debe cuando tiene a bien manifestarse. Como la Semana Santa es, no lo único, pero sí lo más importante que le pasa a Sevilla -lo que se puede demostrar con argumentos históricos, artísticos y participativos-, y se trata de una fiesta sagrada, su obertura cuaresmal llega cuando quiere y siempre por sorpresa. Esta vez ha sido más que mediado el tiempo litúrgico, como si hubiera querido esperar a que la plata de la Amargura alumbrara la penumbra de San Juan de la Palma con el brillo blanco de una noche de luna llena, a que la pálida hermosura de la Estrella se nos diera en besamanos o a que la Virgen del Valle fuera asunta a la cima de su altar de septenario.

El alma de girasol de los sevillanos -por algo las semillas del girasol entraron en Europa por esa Puerta de las Indias que fue Sevilla--se ha vuelto hacia su centro, reconociéndolo, se ha desplegado hambrienta de luz y se ha dispuesto para vivir cuarenta días en dos semanas y una vida entera una, desde que la Cruz de Guía de las cuatro cruces de Malta baje la rampa que alumbra la Semana Santa hasta que la Cruz de Soledad y Duelo desaparezca tras las puertas que la entierran.

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