El derecho al silencio

El silencio no es un lujo, sino un derecho conculcado por la omnipresencia del ruido

20 de mayo 2017 - 02:31

Ruidos. Va uno a ver una cofradía y se encuentra con una masa rugiente que aplaude las coreografías costaleras al son de ruidosas marchas que llamaría de circo si no me lo impidiera mi aprecio por los compositores de los hermosos valses, galops y marchas compuestas para el circo por los Fucik (¡cómo le gustaba a Fellini su Entrada de los gladiadores y en cuántas películas la utilizó!), John Philip Sousa y o Juventino Rosas. No, no es música de circo lo que tantas veces se toca tras los pasos, sino cosas mucho peores.

Ruidos. Va uno a misa y le atizan los horrorosos cánticos que, tras el Vaticano II, han borrado catorce siglos de hermosa, honda y reflexiva música litúrgica, desde san Gregorio Magno hasta Olivier Messiaen. Y ojo con que en un funeral unos espontáneos beatos traspuestos no le aticen el pavoroso "Resucitooooo, resucitooooo… La mueeeerteeeee, dónde está la mueeeerteeeee…". Y si va cuando no hay culto, no se extrañe si el silencio meditativo es asesinado por una musiquilla ambiental, como si el recinto sagrado fuera unos grandes almacenes.

Ruidos. Pasea uno por la calle y ha de sufrir la musicucha horrenda que se escapa de las tiendas -sobre todo, no sé por qué, las especializadas en artículos para la mujer- invadiendo e infectando la calle entera.

Ruidos. Se sienta uno en el chiringuito de la playa esperando relajarse oyendo las olas, el viento y el eco de las voces risueñas de quienes disfrutan del baño o los juegos y le arrean un reguetón o similar que le deja turulato. Y no solo se trata del recinto del chiringuito: el volumen es tal que en muchísimos metros a la redonda es imposible sentarse en la arena o bañarse sin ser agredido por esa bazofia que devora la homérica voz del mar, el sonido más hermoso que existe junto al del susurro del viento entre los árboles. Y no les digo nada si tienen la desdicha de que en las inmediaciones de su residencia de veraneo haya una discoteca o un bar de copas.

Escribió no hace mucho Rubén Amón: "Las formas son el fondo en la superficie. Y el origen de todo misterio. (…) Lo experimentan los turistas cuando son constreñidos a vestirse con decoro en el umbral de San Pedro. La basílica vaticana es un espacio de sugestión. Una representación del cielo en la tierra que contraindica los selfies, las palabrotas. Y que incita al silencio en su correlación contemplativa". Aplíquese a todos los aspectos de la vida.

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