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De los dogmas a la civilización

La continuada vivificación del leño clásico por la savia cristiana permitió una nueva civilización

Hace sólo unos días, en estas mismas páginas, el historiador y académico Alfonso Lazo lamentaba que la carga dogmática del catolicismo, especialmente ciertas verdades definidas desde el siglo XIX y no antes, estuviera siendo un obstáculo para que muchas personas, que aprecian en la Iglesia su capacidad para ofrecer una salida a los tiempos oscuros que nos amenazan, dieran el paso definitivo de integrarse o regresar a ella. Pocas horas después, me venía a los ojos uno de esos geniales aforismos que llevan la marca de Nicolás Gómez Dávila: "Las doctrinas cristianas tienen la inverosimilitud de los objetos que no construimos, sino contra los cuales tropezamos". Lo cierto es que hay tropezones providenciales y, ya metafóricos, que nada hay mejor que el bien con que uno, sin buscarlo, se tropieza. Roma, en su declive, tuvo la fortuna de tropezarse con el cristianismo, sin el que probablemente nada de su legado hubiera sobrevivido a los llamados "siglos oscuros" de la más temprana y bárbara Edad Media. La continuada vivificación del leño clásico por la savia cristiana, en pleno medievo, hizo posible todos los renacimientos, permitió una nueva civilización.

A estas alturas de Occidente, con independencia de dogmas que, desde un punto de vista secular, no hacen mal a nadie, lo que debiera imponerse es la convicción de que sin un acuerdo sobre los fundamentos de nuestra civilización estaremos condenados a verla empobrecerse radicalmente en breve y después -ya otros porque eso no es cuestión siquiera de décadas- a contemplar su muerte. Como han señalado importantes pensadores católicos norteamericanos, tales Scott Hahn o William T. Cavanaugh, es necesario plantearse si es posible su perduración, siquiera su evolución, sin el cristianismo y sin margen para la trascendencia. Dice el primero de ellos: "Una sociedad en la que la vida pública está determinada por el agnosticismo no se vuelve más libre, sino más desesperanzada, y queda marcada por el lamento del hombre que ha huido de Dios y se opone a sí mismo. Una Iglesia sin el coraje para señalar la condición pública de esta imagen del hombre habrá dejado de ser la sal de la tierra, la luz del mundo y la ciudad sobre el monte".

Es de notar que el reproche va dirigido también a una Iglesia que ha renunciado vergonzantemente a la Cristiandad y a todo lo que ella supuso en el plano de la civilización. El adanismo, más que el dogmatismo, es hoy una tentación católica.

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