La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Mina es una mina de felicidad en las tabernas de Sevilla
Imagino cientos de hogares, ahora mismo, con armarios a la vista y burros improvisados en el salón, la cocina y, si lo hay, el cuarto de la plancha. Trajes de flamenca rescatados de altillos y canapés (los nuevos trasteros) y puestos a airearse la semana pasada. A alguno ha habido que sacarle un poco –ay, los pestiños– y a otro meterle, que no en vano hay quien lleva a acelga desde hace diez días. Las casas se han puesto de color reventón como se ha puesto el campo. A Sevilla la rodean jaramagos amarillos, amapolas rojas, hierbas azuladas y cárdenas por fuera y en su interior –las casas– la misma gama coronada de volantes y cintas, de todos los tamaños y para todos los gustos. He defendido siempre (con desigual fortuna en la persuasión) que el traje de flamenca desmiente el clasismo esencial de la Feria, al menos tal como la vivimos hoy en día. De canasteras maneras cualquiera podemos habitar en un palacio o en una cabaña, arriba o debajo de nuestro Downton Abbey particular. Muy partidaria de los trajes que más recuerdan a aquellos que rescata Rocío Plaza en sus investigaciones y Delia Pol Núñez en su taller, me parece que todas somos las reinas de las arenas, fuera aparte cuenta corriente o tiesuras. Además, lo que me vuelve loca es que lo raro, lo fuera de lugar sea exactamente ir vestida “de calle”, por mono que sea el vestuario elegido nada queda mejor que el traje de flamenca. Lo raro es lo normal. Díganme si no es una extraordinaria locura y que le vayan dando a Bukowski, con perdón. No hay otro lugar donde se saquen flores y mantones y no sea para una boda o fiesta de postín. En Sevilla nos ponemos de largo todas las primaveras. Sobre el traje de corto (de ellos) permitan que no opine porque no forma parte de mi negociado.
En todo este disparate bullanguero más allá del real, hay escenas que ya hubiera querido ver Leonora Carrington, con las que soñaría el escenógrafo más atrevido: aceras llenas de mujeres con las faldas levantadas por lo del albero mojado, niñas con la flor en el bolso de la abuela y la peineta por la rabadilla y, una de mis imágenes preferidas, bebés con una flor sujeta misteriosamente (¿será celo?) en su testa lisa como un botón. Si la llegada a la Feria merece un buen rato en la portada con el espectáculo regocijante de personal fresco como lechugas, la recogida merece más la pena, si cabe y si es que a una, desde el punto de vista artístico, le pirran los paisajes después de la batalla. Toda esa feliz marabunta, en el mejor de los casos y con una sola línea que llevarse al zapato, se agolpará en el metro, bellamente destrozada. Y aquí va mi ruego y el sentido del artículo: ¿Para cuándo un cartel en cada puerta del vagón que nos recuerde que “antes de entrar, dejen salir”? Porque todo es hermoso hasta que nos clavan un clavel en el ojo. Que ustedes perdonen el ripio y disfruten de la Feria.
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