La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

La Esperanza de junio

Ella ayuda a comprender lo incomprensible, a entender lo inexplicable y a perdonar lo que parece imperdonable

Pasada la matraca electoral, el ruido y las emociones de las fiestas mayores, la ciudad se encamina cansina hacia ese verano donde se reencuentra consigo misma en el silencio de chicharra y soledades. El verano siempre se anticipa como un pajecillo que trae un sobre con el anuncio: "Ya está aquí el calor para quedarse". Y entonces los sevillanos buscan los refugios, la sombra rácana de las calles, el frescor de las velas cuando sean alzadas, los recuerdos de tambores y vítores en una calle adoquinada donde en poco tiempo no habrá rastro del curso vivido. Por el calor se sabe que el verano está próximo. El calor reblandecerá los recuerdos, hará que parezca imposible que por aquella calle viste un día a Herodes avanzar con ese mentón afilado de la soberbia, que por aquella avenida se escurrió un nazareno empapado de Jueves Santo, que por aquella plaza fue la última vez que saludaste a aquel señor que murió a los pocos días, que en aquel rincón viste un grupo de flamencas que regresaban hastiadas de la Feria. Donde viviste una bulla no habrá nada. Donde sentiste fervor te desgarrará el vacío. Donde hubo palabras, tertulias y chascarrillos reinará el silencio. Donde hubo candelerías encendidas solo habrá el reflejo de un farol. Se acaba el curso, las elecciones y las chácharas. Los abrigos se quedan colgados como los recuerdos. La ciudad entrará poco a poco en esa quietud de zumbido de mosca y sonido de radio de fondo. Y es entonces cuando la Esperanza se muestra más íntima, más acogedora, más comprensiva con los desesperanzados, más fresca en el jardín de plata de su camerino. Cuando la ciudad comienza a bajar el ritmo, a desnudarse de tanta farfolla cotidiana, la Esperanza se muestra rotunda, siempre de guardia para quienes prefieren verla con estas primeras calores, buscar su consuelo, su mirada de madre buena, sus ojos generosos que nunca hacen distingos al dedicar sus miradas a quienes necesitan de su cálida compañía. Hay devotos que acuden en la soledad de estos días a buscar en su cara una forma de limar las durezas de la vida cotidiana. La Esperanza de junio, la del tiempo ordinario, es más Esperanza si cabe. La vida es eso que pasa cuando no se está mirando a la Macarena, por eso hay que mirarla todo el tiempo posible. Porque Ella ayuda a comprender lo incompresible, a perdonar lo que parece imperdonable, a entender lo que resulta inexplicable. No existe el fin de curso para Ella, no existen las horas, no existen los fríos ni las calores en la templanza de su mirada. Ella es la mejor versión de la ciudad cuando la ciudad se para. Cuando cesan las matracas, Ella siempre nos espera. Nos oye, nos mira y nos reconforta.

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