La fiesta y la cama

Cambiar la Constitución significa, según mi opinión, creer en su carácter vinculante por encima de todo

Las fiestas nacionales son tentadoras para quienes crecimos tocando las narices. No me digan que no es un placer cantar desde la cama a Georges Brassens ("cuando es la fiesta nacional yo me quedo en la cama igual"). Claro que, si quieren subir nota, nivel Arisco Nacional Honoris Causa, acudan presto a nuestro más lúcido y libérrimo cantautor, Chicho Sánchez Ferlosio, autor del hit del desafecto patrio y la holganza: Hoy no me levanto yo. El que no lo haya cantado a voz en grito y mirando desafiante (al espejo), no ha sentido el auténtico espíritu revolucionario, de rebelde sin más causa que la desobediencia, aconsejable -como entenderán los avezados lectores- en las fiestas, para evitar los inconvenientes de su práctica los días laborables. Poco se glosan las molicies. Ni siquiera las del muy valiente yernísimo Paul Lafargue y su exitoso Derecho a la pereza, con el mérito que supone estar casado con la hija de Carlos Marx, que aspecto de ser el típico suegro que te arregla el lavabo si gotea, no tenía. En realidad, Lafargue se buscó un hueco como pudo, además de emparentar con el padre del Manifiesto comunista y El Capital era medio cubano, imagínenlo en el ambiente germano inglés de Londres. Y si su ardor revolucionario está fuera de duda -fue fundador del Partido Comunista francés, exiliado en España, activista de la Comuna de París-, su talento era menos ortodoxo que el de su familia política. Fue médico y periodista, pero encontró su auténtica vocación en el mundo editorial. Previo sablazo a Engels, por cierto, que fue verdaderamente el sponsor de los Marx. Qué paradoja: el que retrató como nadie a la familia como núcleo del sistema, se hizo con una postiza que lo tuvo frito de por vida.

Esta amalgama de pensamientos y referencias me los ha inspirado el día de hoy, 6 de diciembre, Día de la Constitución, la, para mí, fiesta nacional por antonomasia. No hace falta adorarla como si fuera un texto sagrado o La Verdad indiscutida, sino respetar tanto su sentido como para no ponerse nerviosos si se habla de reformarla. Cambiar la Constitución significa, según mi opinión, creer en su carácter vinculante por encima de todo. Tanto que por mucho que me gusten las canciones cafres y que ni los escudos ni las banderas sean mi fuerte, ésta es la auténtica fiesta nacional de la democracia que somos. Y no esa herencia envejecida del 12 de octubre, que bien podríamos haber convertido en una fiesta de la lengua española, a celebrar en todos y cada uno de los mundos donde crece y se hace más rica y más hermosa. Pero si hay alguna fiesta nacional que tiene de verdad sentido es hoy. Cuando decidimos ser una nación de ciudadanos, de hombres y mujeres distintos e iguales, diversos y plurales. Lo demás, para quedarse en la cama igual y no levantarse nunca. Como los acostados de Caballero Bonald.

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