La tribuna

Gerardo Ruiz-Rico

La involución del Estado de las Autonomías

18 de febrero 2011 - 01:00

CON suficientes indicios como para reconocer ya un objetivo de su futuro programa electoral, las declaraciones de algunos líderes del Partido Popular apuntan claramente en la dirección de rediseñar a la baja el modelo autonómico.

Si se dejan a un lado posiciones simplistas o maniqueas, que tanto rédito electoral dan pero ausentes totalmente de veracidad y realismo, sin duda resulta legítimo criticar la permanente subordinación a la que se ha sometido nuestro modelo territorial a las mayorías coyunturales que se han ido turnando en el Gobierno central. Ninguno de los dos principales partidos de proyección nacional, salvo cuando disponían de mayorías absolutas, puede predicar en esto con un ejemplo distinto al de conseguir a cualquier precio la estabilidad gubernamental durante la legislatura.

De este modo, las condiciones que existían en cada momento en el sistema parlamentario han ido provocando sucesivos empujes a favor de la ampliación de la autonomía de las comunidades, en especial de las gobernadas por partidos nacionalistas, al tiempo que se encorsetaban las competencias y el campo de actuación del Estado. El resultado ha sido esta especie de Estado autonómico "negociable", que deja abierta siempre la posibilidad de nuevos arreglos de compromiso, al límite -si no a veces fuera completamente- de las fronteras que marca nuestra Constitución.

Ciertamente, tras la sentencia dictada al fin sobre el Estatuto catalán, el Tribunal Constitucional ha hecho un esfuerzo por marcar las materias y competencias que no pueden recibir las comunidades, aunque en muchos aspectos lo ha hecho todavía sin la conveniente claridad ni rotundidad necesarias.

La estabilización del sistema autonómico y una lectura re-centralizadora de éste son dos cosas bien distintas. La primera es seguramente una necesidad imperativa para evitar una instrumentalización disfuncional de la Constitución por mayorías parlamentarias temporales. Pero la segunda difícilmente puede llevarse a cabo sin traspasar las condiciones que implantó la propia norma fundamental al configurar el modelo territorial.

En primer lugar, para poder reubicar en el Parlamento y el Gobierno del Estado central competencias que hoy ejercen las comunidades autónomas sería imprescindible una reforma previa de sus estatutos de autonomía. Incluso en aquellas Comunidades donde gobierna actualmente, o lo haga en el futuro, el Partido Popular, la modificación de sus normas estatutarias necesita siempre de mayorías cualificadas o muy cualificadas (dos tercios, tres quintos) que sólo se podrían obtener mediante el consenso con quien sería allí -el partido socialista- principal partido de la oposición.

Por otro lado, no cabe imaginar un proyecto de centralización "unilateral" del Estado de las Autonomías. Después de varias décadas, el Tribunal Constitucional ha ido delimitado las esferas competenciales del Estado y comunidades autónomas, utilizando en esta tarea tanto la Constitución como los estatutos. Al mismo tiempo ha dejado de manifiesto que nociones como "lo básico" y lo "exclusivo" nunca podrán ser patrimonializados por la interpretación demasiado amplia, o abusiva incluso, que de ellos haga el Estado central.

En efecto, siempre existirá la posibilidad de emplear un tipo de ley pensado para homogeneizar los ordenamientos autonómicos. Pero debemos recordar que, hasta ahora, la única experiencia que ha tenido en nuestro país la adopción de una ley de armonización (artículo 150-3º de a Constitución) fue rechazada por el Tribunal Constitucional (Sentencia sobre la Loapa).

En definitiva, creo que el denominado principio "dispositivo" que se utiliza por las comunidades autónomas a la hora de redactar sus estatutos, inclina naturalmente al Estado autonómico español hacia una descentralización política, legislativa y administrativa, neutralizando la posibilidad de una potencial homogeneización y centralización de los niveles de autogobierno ya alcanzados.

En toda esta polémica tiene que jugar además el principio de lealtad -diría- federal, que obliga a buscar los consensos para cualquier nueva edición de pactos autonómicos, en el cual estén presentes por primera vez todos sus principales actores, sin excepción. A partir de ahí serían legítimo todo, inclusive cambiar las reglas de juego constitucionales y estatutarias; eso sí, a través de los procedimientos de reforma constitucional implantados en 1978. Pero la cooperación leal y racional ha sido hasta ahora el mayor déficit de nuestro Estado autonómico, y el futuro no pinta bien, al parecer, para que cambien las tornas.

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