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HAY una razón de fondo para la aparente tranquilidad con que nos tomamos la crisis galopante (salvo los que ya han sido golpeados por ella de manera directa). A ella se refería acertadamente mi compañero Carlos Colón hace una semana: "los discursos socialmente hegemónicos que reducen todo valor a precio, toda felicidad a posesión, toda realización a consumo y todo proyecto de vida a la satisfacción de los deseos". La idea de sacrifico, austeridad y rigor las hemos apartado de nuestras vidas. O aparcado, para ser más exactos.

Por eso nos cuesta tanto afrontar que se acabó vivir por encima de nuestras posibilidades. Por eso y -añado yo- porque padecemos un liderazgo blandengue y acomodaticio, que llueve sobre el mojado de la indolencia colectiva. Estamos mal criados y nos tratan como (niños) malcriados. Nos prometen felicidad sin tasa y regalos sin esfuerzo y cuando vienen mal dadas no se encuentran con legitimidad ni bríos para exigirnos sudor y lágrimas. Que no suframos las criaturas, aunque el mundo se derrumbe alrededor.

Les llevó más de un año reconocer la crisis como crisis, enredados en disquisiciones sedativas sobre la desaceleración, el frenazo, el estancamiento y la leve caída. Cuando la crisis se hizo bien visible enfatizaron su origen extranjero -y norteamericano de Bush, para más maldad- y la extraordinaria preparación de nuestra economía para resistir las turbulencias. Ahora que todos los indicadores se han derrumbado y se nos anuncia recesión (crecimiento negativo de la producción: gran paradoja), la autoridad se obstina en mantenernos anestesiados.

Incluso cuando han adoptado, al fin, medidas de choque absolutamente imprescindibles y bien recibidas (más garantía de los depósitos bancarios, inyección de miles de millones de euros a los bancos y cajas) tampoco se han decidido a abrirnos los ojos sobre la gravedad del enfermo. Las previsiones oficiales son literalmente triunfalistas, sin correspondencia con los datos que ya se conocen. Solbes acaba de decir que el plan contra la crisis financiera no costará un céntimo a los contribuyentes. ¿Cómo es posible? Se supone que la banca devolverá esta especie de préstamos estatales, pero, mientras los devuelve o no, el Estado se endeudará más y el Tesoro tendrá que pagar más cara su financiación en el exterior. Además, no está claro que la financiación extra que van a recibir los bancos vaya a dedicarse al crédito a empresas y particulares y no a sanearse a sí mismos. Estas cosas siempre cuestan.

No nos dicen la verdad, y así es difícil pedir sacrificios. Incluso cuando se mueven y toman iniciativas. Como madres amorosas que aseguran a sus hijos que la inyección no le va a doler. Pero duele.

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