LAS ediciones del Mundial vertebran la memoria de no pocos aficionados al fútbol, ¿verdad, Paquiño? Es habitual que uno recuerde dónde vio el codazo de Tassotti a Luis Enrique y a raíz de esa instantánea indeleble, refrescar sus percepciones de ese Mundial. Y por extensión, enmarcar qué era de tu vida entonces: yo me dedicaba a festejar mi licenciatura. De ese 1994 me salta a la memoria el codazo de Leonardo al estadounidense Tab Ramos en los octavos de final. Y también recuerdo una ruidosísima y contagiosa batucada que subía por la Cuesta del Bacalao la noche en que Brasil apeó a Holanda ya en los cuartos.

Esa Brasil que nació hace dos décadas de la mano de Parreira y del colmillo retorcido de Dunga deparó el gran titular de aquel Mundial: conquistó el tetra sacrificando jogo bonito por pragmatismo. Y el aficionado neutral, el que se consolaba del fracaso propio con las excelencias ajenas se sintió traicionado después de solazarse con el vistoso juego de la canarinha en España 82, México 86 o Italia 90.

Brasil, desde ese 1994, dejó de ser el equipo de todos los demás. Pero no le importó, claro que no. Halló su Santo Grial. Y volvió a tocar la gloria en 2002 porque su proverbial calidad -Ronaldo, Rivaldo, Ronaldinho...- fue acorazada por el brazo marcial de Scolari.

Ahora, enfila la semana definitiva hacia el hexa bajo esos parámetros. Pocos que no sean alemanes, argentinos u holandeses van con la anfitriona en esta recta final. Brasil, por su estilo rudo y hasta prepotente, ha dejado de ser el admirado adalid del fútbol que soñamos. Y también por el trato de favor, refrendado ante Colombia. Pero eso, a la torcida, le importará menos que nada si retornan a la cima. Scolari lo sabe y aprovechará la baja de Neymar para enardecer aún más a su ejército: más pierna dura aún si con ello son campeones, que los odiados campeones permanecen más en la memoria que los admirados perdedores. O quizá no... ¿Verdad, Paquiño?