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Análisis

Jerónimo Molina

La larga salida del túnel

La evolución de la economía dibujará un perfil más o menos plano los próximos años debido a dos factores: el fuerte endeudamiento público y privado, y la imperiosa necesidad de abordar reformas estructurales

SI bien a día de hoy puede afirmarse que la economía española ya ha pasado lo peor de la crisis, lo que no se puede asegurar es que la recuperación haya comenzado. Desde mediados de 2008 y hasta finales de 2009 se mantuvieron de forma ininterrumpida tasas de crecimiento negativas en todos los indicadores de actividad y de empleo. En dicho periodo, la caída acumulada del PIB fue del 4,6%. Mayor ha sido, si cabe, el deterioro en términos de empleo. En los dos últimos años se han destruido más de 1.800.000 puestos de trabajo, alcanzando la tasa de desempleo el 20% de la población activa.

Por fin, en el primer trimestre de 2010 el PIB real creció un 0,1% respecto al trimestre anterior, aunque si atendemos al registro interanual, la variación aún en tasas negativas (del 1,3%). En todo caso, todos los indicadores parecen moderar su ritmo de caída, anunciando así el fin del largo periodo de deterioro de la economía española. Concretamente, los componentes de la demanda que mejor se han comportado han sido los de consumo, tanto público como privado, y las exportaciones; sin embargo, en los primeros tres meses del año la inversión ha seguido presentando tasas de crecimiento negativas.

A pesar de la relativa mejoría de los datos, el lento proceso de desaceleración de la crisis no ha venido acompañado de previsiones de crecimiento sostenido a corto plazo. A diferencia de ocasiones anteriores, cuando la economía, tras tocar fondo, se proyectaba como un resorte hacia la senda del crecimiento, en esta ocasión el golpe de la caída parece haber dejado noqueado al sistema productivo, que no aparenta capacidad de reacción.

Dos son los factores que, a mi juicio, explican esta atonía económica, y que harán que en los próximos años la evolución de la actividad dibuje un perfil más o menos plano. El primero de ellos es el fuerte endeudamiento tanto del sector público como del privado, lo que obliga a moderar el gasto y a aumentar el ahorro. El segundo, y quizá más importante, es la imperiosa necesidad de abordar reformas estructurales cuyos efectos, por definición, sólo comenzarán a percibirse a medio y largo plazo.

De la primera cuestión, el cambio radical de orientación de la política fiscal abordado por el Gobierno es un claro ejemplo. Éste, sin duda, tendrá su incidencia sobre la caída del consumo y de la inversión, lo que ya se está poniendo de manifiesto con la reducción de la licitación en obra pública. Por otra parte, las familias cuyos miembros no han perdido sus puestos de trabajo han moderado sus gastos (tanto en consumo como en inversión), ante la falta de confianza en el futuro y por el elevado nivel de endeudamiento adquirido en la etapa anterior.

De la incidencia sobre la actividad de las elevadas tasas de desempleo no es necesario hacer comentario alguno. Quizá sólo convenga recordar que la elevada repercusión que ha tenido sobre el mercado de trabajo la reducción de la actividad (mucho mayor que en los países de nuestro entorno más inmediato), es consecuencia de la débil estructura productiva de la economía española, en la que predomina el peso de sectores muy intensivos en mano de obra y con escasos requerimientos en tecnología.

Sobre la segunda cuestión que apuntaba más arriba, la urgencia de abordar reformas estructurales, hay que insistir, una vez más, en que éstas son imprescindibles para recuperar la credibilidad en los mercados internacionales y, sobre todo, para iniciar la senda del crecimiento y la creación de empleo. Es más, son requisitos imprescindibles tanto para corregir los desequilibrios básicos, como para ampliar el potencial efectivo de crecimiento de la economía, mejorando su productividad. En la actualidad hay cierto consenso en los medios económicos sobre cuáles son las tres estrategias más convenientes al respecto: las que supongan la reducción del componente estructural del déficit público; las que afectan al mercado laboral; y, por último, las que incentiven y marquen las directrices del proceso de reordenación y concentración del sistema financiero.

Lo anterior supone, por así decirlo, un primer paso ineludible, para el que se requiere de voluntad de consenso y, sobre todo, de responsabilidad y valentía política. Pero además hay que tener presente que el marco institucional de la economía española arrastra desde hace tiempo otra serie de inercias perversas, que habrá que corregir mejor pronto que tarde. Me refiero, por ejemplo, al sistema de pensiones (y, por extensión, a la política de protección social en su conjunto), el sector inmobiliario, la dotación de infraestructuras, la capacitación profesional de los trabajadores o las políticas energética o de competencia en el sector servicios.

En definitiva, vienen tiempos de ajustes y de austeridad que se nos anuncian largos. Confiemos en que las lecciones de esta crisis no caigan en saco roto, como tantas otras veces ha sucedido a lo largo de historia.

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