Me pierdo entre las casetas de la Plaza Nueva, esos libros vividos, esas joyas, y me encanta pararme y mirar. Tanto me da si encuentro un libro igual al que guardo -herencia de mi padre o de mi madre, regalo de mi tía Aurelia, que siempre nos regalaba libros, algunos usados- y me escalofrío cuando hallo alguno de mis referentes. Todos, mis contemporáneos. Como otro habitual de esa feria del libro antiguo, Fernando Iwasaki, suele decir, la lectura nos iguala y convierte en contemporáneo a Homero y en vecino a Tolstoi. O en amiga a Chimamanda Ngoci. Compro, por un precio irrisorio -más cuesta un paquete de tabaco que encima me hace daño- tres libritos de la editorial Apolo, cuyo dueño escribió con letra primorosa (¿hombre o mujer? No entiendo la firma) el año: 1941. Son tres obritas clásicas, de Musset, de Schiller, de Goethe que tienen desgastados los cantos. Si yo fuera una investigadora de serie policiaca tal vez buscaría el adeene de quien pasó horas tal vez leyéndolo, quien a lo mejor se durmió con el libro despanzurrado en la pechera como el maravilloso cuadro de El Buli, el pintor de Huelva. Sigo el paseo y entreveo uno de los primeros cuentos de Mario Onandía, La tau y el caldero. Se me cae una lágrima. Bajo la letra impresa de un nombre habita alguien de quien aprendí mucho, como de Jorge Martínez Reverte, como de Vázquez Montalbán, de Saramago, cuyos libros de Seix Barral, los primeros que conocimos también encuentro, cuando quedan días para que acabe el año de su centenario.

De Onandía mis pensamientos me llevan al Parlamento y el ruido aborrecible de la semana pasada. Insultos y mentiras. Qué cosa rara el bucle de las ideas cuando paseas y ellas también andurrean libres por la cabeza. Isaac Rosa me contó una vez el espanto que sintió al descubrir que párrafos enteros de algunos libelos que tuvo que consultar para su extraordinaria novela, El vano ayer, coincidían casi literalmente con algunas intervenciones de ahora mismo. Y de eso hace unos años. Aún no imaginábamos que veríamos en Italia desfilar a los herederos del fascismo sin complejos. Ni que en nuestra democracia los que construyeron un país "contra el otro" volverían a cosificar al adversario. Y en sede parlamentaria. Olvidamos que el siglo XX nos dejó pistas sobre límites que no deberíamos pasar. También nos dejó acuerdos irrenunciables y figuras como los crímenes de lesa humanidad y el genocidio. Y que se puede ser genocida sin perseguir a una raza concreta sino expulsando de la raza humana a aquellos que no piensen como tú. Paseo por libros viejos y busco alguna edición de Simone Weill, de Chiodi, de Vasili Grossman, de Anajtova. Aprender de La sangre de los otros, la impactante novela de Simone de Beauvoir. Nos estamos jugando pasar a la Historia como aquellos que se tropezaron por segunda vez con una piedra machada de una sangre reciente.

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