¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Las naves que nos fundaron Sevilla

En Sevilla siempre se podrá rastrear una nostalgia por el mar que es muy anterior al monopolio americano

Sostiene mi compañero de mesa en el periódico Juan Manuel Marqués Perales que el levante es fatal para la lluvia, porque "desgarra las nubes y desbarata las borrascas". Él, que tiene raíces en Alcalá de los Gazules, sabrá algo de esto. Sin embargo, por lo que observo hoy, sopla el poniente en el Estrecho y la borrasca se ha disuelto pacíficamente, al menos durante esta agradable mañana de noviembre. Vaya usted a saber. Lo que sí me gustaría resaltar al hilo de estas suaves lluvias, aunque sea irme por el cerro de Santa Brígida, es que el uso generalizado de la muy oceánica palabra levante en Sevilla es un triunfo del alma marinera de la ciudad sobre la agrícola, pues es sabido que para denominar el viento que llega de oriente (de donde se levanta el sol) en la campiña se usa el término solano, palabra hermosa y campera donde las haya, pero seca como los terrones de las besanas en estos días de sequía. ¿Significa eso que el alma del sevillano tiene más de los marineros fenicios que fundaron la ciudad que de los legionarios romanos que transformaron sus venablos en soletas para arar sus labrantíos? Probablemente no, pero sí que en Sevilla siempre se podrá rastrear una nostalgia del mar que es muy anterior al monopolio americano y que nos conecta directamente con aquellos sidonios de los que tanto hemos renegado y de los que apenas nos quedan recuerdos. Cada vez que hablo con un arqueólogo sobre la colonización fenicia me vienen al magín los versos de Borges que arrancan su poema Fundación mítica de Buenos Aires: "¿Y fue por este río de sueñera y de barro/ que las proas vinieron a fundarme la patria?/ Irían a los tumbos los barquitos pintados/ entre los camalotes de la corriente zaina". Qué feliz coincidencia entre esas naves de Castilla que remontaron el Río de la Plata y los gaulos fenicios que inauguraron Spal. Hasta la presencia en el poema de una planta tropical que era imposible encontrar en la Península Ibérica hace tres mil años, el camalote, es hoy una realidad en el Guadalquivir por esas cosas de la globalización y las especies invasoras. El jacinto de agua (nombre más galán con el que también se denomina a este hierbajo americano) ha llegado para quedarse, como antes lo hizo en los meandros del Guadiana.

¡Ah, la Sevilla marinera!, tema largo con el que podríamos hacer una tertulia en la que sentar a Pablo Pérez-Mallaína, Marcos Pacheco, Juan Gil, Paco Vázquez, el capitán Llorca, José Luis Escacena, Pepe Berárdez … Sobre la mesa, para animar las almas y las lenguas, una damajuana rebosante del mejor tinto de la Sierra Norte, aquel que se crió para ser tripulante en esos barquitos pintados que fueron a fundarle la patria a Borges.

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