Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Borra, borra eso
Antes de la Revolución Industrial, las ciudades, llegada la noche, se convertían en lugares oscuros y silenciosos. Una voz en la lejanía o una luz trémula al final de la calle solían producir más inquietud que regocijo. Las horas entre el ocaso y el orto eran el territorio de los matasietes y las alcahuetas, de las sombras inquietantes y los embozados. Por eso, los ilustrados, tan pendientes de la higiene física y moral de las urbes, promovieron en la medida de sus fuerzas los alumbrados públicos. Las farolas de aceite que Carlos III empezó a poner en Madrid eran sinónimo de decencia y seguridad. Pasaron las pelucas y llegó el siglo XIX. Tras un periodo de predominio del gas, con la electricidad se hizo definitivamente la luz en las urbes de occidente y con ésta el trasiego nocturno, la farra como consumo masivo no exclusivo de ricos y bribones. El neón se convirtió en el emblema de una nueva forma de habitar las horas oscuras, normalmente vinculada a la vida alegre: los teatros, cabarets, cafés y bares, el cine… Todo esto tuvo su literatura y su estética sin la cual no entenderíamos buena parte de la creación contemporánea, especialmente el llamado Séptimo Arte, inagotable surtidor de imágenes nocturnas en las que todos aprendimos a soñarnos.
Pero toda esta poética de la noche se ha terminado convirtiendo en un enorme basurero. Sólo hay que emprender un paseo por los principales centros de ocio nocturno de Sevilla para darse cuenta. En la Alameda, recientemente revisitada, ya apenas queda eco de su pasado sulfuroso de flamencos y sexo; tampoco de su más reciente época de canallería rockera, cuando los chulos y los yonkis querían tomar copas gratis en el Fun Club o Las Sirenas. Ahora, el antiguo paseo que mandó construir el Conde de Barajas, orgullo del urbanismo sevillano del Ancien Régime, está tomado por una horda transversal que deja tras de sí un inmenso rastro de basura y un redundar de gritos. Y después nos quejamos de las palomas. Nada se escapa a esta marabunta del ocio nocturno, ni el Parque de María Luisa ni las orillas del Guadalquivir, donde bares y chiringuitos, convenientemente armados de una poderosa artillería de decibelios y reguetón, se encargan de recordarnos cuando llega el lubricán que la noche se ha convertido en un reino hostil, no por su peligrosidad o pecaminosidad, sino por su escandalosa vulgaridad, por su culto al ruido y al residuo urbano.
Sé que son los años, la inadaptación y la nostalgia cebolleta las que dictan estas palabras, pero al igual que Jünger predicaba el retorno al bosque, muchos buscamos hoy el bar más oculto y tranquilo donde poder reencontrarnos con la noche, quizás ya no refulgente y excitante como en nuestros años de juventud, pero sí aún cargada con las balas de la amistad y el amor.
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