Estado de opinión vs. Estado de Derecho

¿Cómo no van a influir en el aumento de agresiones las campañas seguidas por miles de tuiteros y basadas en mentiras? En España sabemos insultar muy bien

Estado de opinión vs. Estado de Derecho

Estado de opinión vs. Estado de Derecho

La denuncia falsa de un chico gay ha puesto en jaque a la España política durante unos días, ha activado toda suerte de protestas y nos ha retratado a todos, incluyendo a los periodistas. Las redes sociales han vomitado, más de lo habitual, el odio de unos contra otros. La posibilidad de que ocho encapuchados lo apalizaran y vejaran –incluyendo un pespunte a navaja con la palabra maricón– nos pareció verosímil. Tal es el estado de la cuestión en nuestro país, inhabilitado para discutir civilizadamente sobre las cosas. Solo sabemos debatir contra, no sobre. Expertos en banderías, hemos alcanzado el punto justo en el que el estado de opinión y los odios cruzados lo nublan todo: un ministro que se precipita, negacionistas de los datos del incremento de las agresiones homófobas, un Gobierno convocando de urgencia la comisión contra los delitos de odio, todo un alcalde de Madrid dando cobertura gratuita a Vox y una opinión pública dividida como si un asunto tan delicado fuera un derbi futbolístico.

Los estados de opinión han provocado ascensos y caídas de presidentes, han generado una resistencia global antivacuna, propiciaron el triunfo de un político como Trump; una opinión pública desencadenada sacó a Estados Unidos de Vietnam, ha alumbrado los llamados juicios mediáticos, y quiebra la confianza, factor que vertebra el buen funcionamiento de la economía. ¿Cómo no van a influir en el incremento de las agresiones las campañas organizadas y seguidas por miles de tuiteros basadas en mentiras o en propuestas como las que promueve Vox respecto a anular las leyes LGTBI, acabar con el día del orgullo gay, o el pin parental? ¿Cómo no va a marcar doctrina en los suyos cuando se inventan una supuesta desmedida influencia del lobby homosexual sobre las leyes, las vidas y las haciendas de los españoles? En España, un país donde sabemos insultar muy bien, siempre ha habido gente arreando árboles para que otros recogieran las nueces. Vox no trata los asuntos de los colectivos LGTBI como un derecho sino como una atracción de feria. Es la mirada sucia y radical que perturba a una sociedad que en 2004 decidió aprobar la ley del matrimonio homosexual –avalada, por cierto, por el TC ante el recurso del PP– para construir un país distinto y avanzado en unos derechos que no lesionan los de nadie sino que garantizan inviolablemente los de otras personas que deciden con quién deciden compartir su vida. Y, por lo que vemos, es necesario seguir protegiéndolos. Malo sería que el Estado de opinión se impusiera al Estado de Derecho. Caso aparte es que un memo irresponsable haya organizado esta zapatiesta con un asunto tan serio solo por no saber explicarle a su novio quién y cómo le dejó el recuerdo imborrable del acero en la piel.

La Justicia, ese pim pam pum

Aplíquese a la renovación del CGPJ la regla de los cinco porqués que popularizó Toyota para mejorar sus procesos de producción. En la quinta respuesta se empiezan a entender las cosas; las cuatro anteriores suelen ser circunstanciales o proporcionan solo respuestas genéricas. La respuesta final, la quinta y refinitiva, es que los partidos no alcanzan un acuerdo porque esperan obtener algún tipo de beneficio de la reforma del órgano de gobierno de los jueces. ¿Qué tipo de beneficio? Beneficios en forma de sesgo ideológico en las sentencias y en el nombramiento de jueces y magistrados. No hay mucho más. Una aseveración de este tipo debería producir escalofríos. Dar por sentado que los jueces elegidos por las cámaras y por tanto respetando la proporción de la representación de cada partido se alinearán ideológica, emocional o incluso disciplinadamente con el grupo político que los propone es una barbaridad. Pero es esto lo que se dilucida. Iñaki Gabilondo decía que los partidos pensaban que con el triunfo electoral habían ganado también unas cajas de ahorros y una televisión pública. Le faltó añadir que en el botín creían incluir también un número de jueces y juristas de “reconocida competencia”. A nadie se le ocurre pensar que un cirujano de un hospital público operará con cuidado o desdén a un paciente en función de su ideología. Pero ese supuesto no se aplica ni al órgano de gobierno la justicia ni a los medios públicos, salvo etapas contadas y dignísimas en RTVE.

El sistema, que exige el apoyo de los tres quintos de las cámaras para aprobar los nuevos nombramientos, puede ser mejorable: de elección mixta, con miembros vitalicios, nombrados por los propios jueces, podría ser. Todo es discutible. Pero la culpa no es del sistema sino de cómo lo manejan los partidos y de los jueces que se prestan al juego y socavan el prestigio de la institución.

Pero todo esto no oculta que hace tres años que el PP bloquea la renovación. Ha puesto excusas de todo tipo. Pero todo está en el quinto porqué. No todos los partidos muestran el mismo comportamiento en coyunturas semejantes: el PSOE con Rubalcaba al frente asumió su responsabilidad en 2013. Eso sí, no se privó el desaparecido líder del PSOE de reunirse con los siete jueces y juristas propuestos por su partido horas antes de que tomaran posesión. Entonces, el PP eligió a diez y el resto entre PNV y la extinta CiU. Y así andamos, en medio de escándalos y escandalillos judiciales, con las banderías trasladadas a los juzgados y asistiendo al juego estúpido e infantil de ver quién confunde más a quien con declaraciones, tuits y argumentos de madera. Mientras, Lesmes, con su mandato caducado hace mil días, sacando pecho y echando rapapolvos a los partidos.

Cataluña, en el diván

La política catalana sigue perdiendo fuste, crédito y oportunidades. Los independentistas metieron a la sociedad catalana –una buena parte de la cual ha sido cooperadora necesaria– en un laberinto sin salida. A Esquerra y Junts solo les une la idea de la independencia. Y ni siquiera están de acuerdo en cómo conseguirla. Defienden modelos de sociedad diferentes y anclan su historia como partidos en estratos sociales bien distintos. Esta semana han perdido una inversión de 1.700 millones de euros para la ampliación del aeropuerto de El Prat.

La CUP, que junto a los comunes de Ada Colau sale victoriosa del envite, tiene ahora pocas excusas para no aprobar los presupuestos de la Generalitat. En el fondo de la polémica, aunque aquí se disputan muchas más cosas en términos de poder, contrapoder e influencia social, está la afección del proyecto de El Prat a la laguna de la Ricarda, una finca de 135 hectáreas contigua al aeropuerto y que es clave para evitar la salinización del Delta del Llobregat. Es cierto que hoy la sostenibilidad es un vector imprescindible para regir las políticas públicas. Pero no lo es menos que la política de calidad debe ser capaz de encontrar soluciones y equilibrios para compatibilizar la preservación del medio ambiente con el desarrollo económico. Un Gobierno cohesionado y que tiene un plan sabe gestionar los problemas, negociar y articular alternativas. Se ve que no es el caso. Ya es habitual en Cataluña que en vez de resolver los problemas hagan saltar todo por los aires, para frustración de los empresarios y de buena parte de la sociedad catalana.

Cuántas CCAA quisieran pillar esos 1.700 millones. Y aunque de momento el proyecto se queda en la nevera durante cinco años a Pedro Sánchez le toca ahora negociar los presupuestos generales del Estado con los independentistas: habrá que estar muy atentos al destino de esa millonada. Al tiempo que Cataluña profundiza en su sainete, una investigación policial destapa que Puigdemont se sentaba a la mesa con los rusos para buscar su apoyo a la independencia, entregando un juguetito estupendo al Kremlin para desestabilizar a Europa. El prófugo en Bruselas, un desleal de todo a cien, es el paradigma de la iniquidad política. Cataluña tiene mala suerte, pero lo que tienen es la suma de lo que llevan votando reiteradamente desde hace años más el perverso apoyo interesado de muchos, el silencio cobarde de otros y la manipulación del espacio y los recursos públicos. Dice Aragonés, que no puede renunciar a la mesa de diálogo: “No tenemos confianza en el Estado”. Sería motivo de preocupación si no moviera a la risa

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