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Relatos de verano

hipólito G. / navarro

El pintor de fondos (II)

Ya habíamos estado aquí antes dos veces Benito y yo, éste es nuestro tercer viaje juntos. La Peña ha cambiado mucho en los últimos años, una barbaridad. Más que la ermita y su Virgen, más que las ricas aguas espumeantes, es la presencia de Benito la que le ha otorgado a la montaña su carácter de lugar sagrado. Apenas un monte hueco, agujereado, con un manantial de aguas amargas, era todo esto antes de que sus sandalias hollaran la explanada por primera vez. A la caverna donde se retiró tras ordenarse sacerdote, una tortuosa oquedad donde los pastores abrigaban a las cabras durante las gélidas noches de invierno, se la conocía con el aparatoso nombre de El Palacio Oscuro, a saber quién demonios se lo puso. En lo más profundo de su vientre, bajo un techo de murciélagos tiernos, había estudiado Benito durante meses, callada y minuciosamente, las Sagradas Escrituras. Y ahí mismo lo acompañé yo más tarde como un hijo, como un fiel escudero. No tardó mucho en que se corriera la voz: en la Peña mora un hombre santo, un eremita muy delgado de ojos vivos y penetrantes; pasó algún tiempo solo, pero ahora parece que lo asiste un joven taciturno, tan callado como él. Muchachas de la aldea nos suben desde entonces cestas con ricas viandas. Las dejan a la entrada de la caverna, para que el anacoreta y su joven acompañante no mueran de inanición, para que se alimenten de algo más que frutos y raíces. Las suben a escondidas, no quieren molestar, aunque a veces la curiosidad les puede y con el prurito de vernos son ellas precisamente las que se dejan ver. Qué tremenda conmoción fue descubrir la perfecta silueta de Clelia recortada aquella noche frente a la cueva, apenas una semana después de instalarnos, como si fuese todavía un espejismo fruto del agotamiento del viaje…

Para nuestro segundo retiro ya estaba prácticamente concluido el santuario. Lo levantaban bien adentro en la explanada, lejos del precipicio, donde Benito había dejado una pequeña imagen de la Virgen tallada en madera de cerezo. En un lateral de la nave se exponían las primeras ofrendas, una colección de exvotos inquietantes. Y por entonces Clelia -yo la llamo Clelia, aunque su nombre verdadero es María Fernanda-, con la ayuda de su hermana, ya montaba los domingos y días feriados su tenderete en la planicie, junto al arco de piedra, delante de la ermita. Adornado con ramas de romero en flor, relucían en él sus jarras de meloja y miel de brezo, sus saquitos de castañas, nueces y avellanas, las taleguillas con flores de tilo, sus manojos de espliego y lavanda, de orégano y poleo. Una preciosura de puesto, a la que se rendían propios y viajeros. Tantos peregrinos revoloteaban ya a su alrededor que me podía confundir entre ellos sin miedo y observarla a placer, aprenderme de memoria sus facciones todas, sus sonrisas y sus curvas, en todo milagrosamente iguales a las de la hija del cardenal, mi Clelia inalcanzable.

Benito no lo sospecha, pero esta vez vengo para quedarme. Tres viajes son ya demasiados. Hace mucho que Clelia, la verdadera Clelia, no me presta la más mínima atención (su padre pretende casarla además con Giangiorgio Cesarini, ese mustio), y como todavía guardo en mi recuerdo del viaje anterior la calidez de los abrazos de esta Clelia silvestre idéntica a la otra, si me ha esperado este largo tiempo como prometió, me quedaré definitivamente con ella y con su hermana, en este paraíso, donde los cielos y las puestas de sol son mucho más indiscutibles que los que he pintado mil veces en Roma y en Toledo.

* * *

Tan ensimismados estábamos algunos días preparando fondos de nubes plateadas para un San Andrés o un San Francisco, aplicando con esmero la pintura, que no nos percatábamos de que pululaban por el taller ciertas personas principales, altos nombres que nuestro maestro aseguraba que podrían devenir más tarde en mecenas, o traer interesantes encargos escondidos bajo la manga. En esas ocasiones, al cambiar de paleta o de trabajo, te dabas la vuelta y tenías justo detrás, observándote en silencio, a un alto ministro de la Iglesia, a un prelado, a un juez. Ya no me acobardaba como al principio. A fuerza de ver por las salas al gran Farnesio, el cardenal y protector de mi maestro, debatiendo con él los pormenores de un retablo, o el encargo de un retrato nuevo, había terminado por acostumbrarme. Sólo me daba un vuelco el corazón, se me arrebujaban las entrañas todas, cuando el cardenal venía acompañado de su hija, la linda Clelia, una belleza diferente, arrebatada, que tenía a media Roma en vilo, a la Roma masculina en vilo.

Aquella fría mañana de enero, además de Farnesio y su dulcísima chiquilla, otros caballeros principales, recién llegados de España, recorrían el taller escudriñando el genio y las habilidades de cada ayudante del Griego. Llegaban con la intención, lo habíamos sabido unas horas antes, de reclutar a los mejores artistas para decorar El Escorial, el inmenso monasterio que terminaba de construir por entonces el rey Felipe. Entre ellos, embozado en una capa, callado, observándome sin recato, descubrí a Benito, a Benito Arias Montano, el santo, el taumaturgo. Enseguida se me reveló que no venía precisamente con la intención de verme trabajar.

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