EL silencio es el lenguaje. El silencio en los libros de Adelaida García Morales permitía el espacio que se consagra al lector, donde quien escribe retrocede e invita: oye, detente aquí, escucha esto que te cuento, piensa en eso que te sucedió, todo encaja. Y todo encajaba en sus libros, donde el silencio significaba lenguaje y la palabra exacta significaba justo la palabra exacta, no mero recurso para definir a una escritora consciente de que se suma restando, sino la palabra exacta; el adjetivo que al brotar ilumina -aquí toca evocar las descripciones de las Alpujarras en El silencio de las sirenas- o el verbo que resume la acción que ocurre o se omite.

Lo preciso y lo auténtico ocuparon la escritura de Adelaida García Morales: le debemos El Sur y su compañero Bene, con su indagación en el vínculo entre una hija y un padre, y entre una mujer y la niña de la que partió, y entre una mujer y su tierra, siempre entre una mujer y sus distintos orígenes. Pero García Morales también escribió La lógica del vampiro, con su trama finísima sobre la forma en la que los demás nos modelan, y reflexionó en torno al azar con la tremenda Las mujeres de Héctor, y construyó el aura gótica de esa rara odisea sobre las relaciones de poder -y sus atracciones y sus miedos- que fue Una historia perversa. En sus libros superó el listón que le marcó el éxito, zafándose del peso de la niña Adriana con su voz delicada y sutil, más sobria y sin embargo aristada a cada libro, y con un gusto por las historias que caminaban con parsimonia hacia el extremo.

¿Hemos sabido leer las certezas de Adelaida García Morales? Más allá de sus obras, merece la pena revisar sus reflexiones en torno a la presencia de la vida en los libros: la propia biografía como fuente, la manera en que la vida y las lecturas modifican el idioma, los distintos compromisos no menos firmes por implícitos. Y el lenguaje del silencio, por supuesto: ese respeto por el lector que significó respeto -hermoso, necesario- por la literatura.