No me tomen por chabacana, faltona y machista. Yo no he sido: La puta suegra es el nombre de la empresa a la que Sergio Ramos y Pilar Rubio confiaron la seguridad de su bodorrio y que, por tanto, se coordinó con el Ayuntamiento de Sevilla para cerrar calles, blindar el centro y alterar la vida del viario para un evento particular y privativo. El Ayuntamiento por tanto -leo en varios medios- tuvo que hacer su propio plan en el que participaron policías locales y nacionales, y que incluyó restricciones para vecinos y visitantes, cortes de tráfico y vallas para impedir que la muchedumbre se acercara a los novios y a los Beckham. También la Catedral y la Giralda cambiaron su rutina y horarios "por celebración litúrgica especial": la que unió en sagrado matrimonio al muchacho recién pasado por la pila con su blanca y radiante novia. Entre el bautizo, la confirmación, las catequesis, los cursillos prematrimoniales, el ensayo de la boda y los papeles de la vicaría, Ramos ha echado más horas entre sotanas que un sacristán. O no. Sólo Dios y sus ministros lo saben.

Hoy y aquí hago yo de suegrecilla (prescindo del apelativo) de Sevilla. De la Sevilla que se alquila (Catedral incluida, como leíamos el otro día a Carlos Colón) y se presta a alterar su vida corriente porque a esta o a otra pareja (ya está en puertas -del Lagarto- la boda catedralicia de una) con ínfulas y billetes se les ponga en las ganas creerse María de las Mercedes, que no se casó en Sevilla pero su amor y drama y sus dalias de Monparsié, cantadas en romance octosílabo, la unieron al afecto y al imaginario sevillano. Quod natura non dat, Hispalis non praestat, primores. Cualquier fidelísimo católico que así lo quiera puede pedir día y lustro para casarse en la Catedral de Sevilla, tengo entendido. Me pregunto si cualquier particular puede también detener el paso y la vida corriente de una ciudad y un templo por ese motivo. Argüirán que no se trata de personas cualquiera sino conocidas porque el uno le da bien a la pelota y la otra al entretenimiento. Les responderé que personas más meritorias y principales han pasado por ese altar sin interrumpir con su ostentación y dinero el trasiego de la ciudad.

La llamada boda del año es el fruto casi onírico de un batiburrillo de pretensiones que sólo la psicología analítica sería capaz de desentrañar. No me atañe juzgar que los invitados se peguen la calcamonía de un unicornio en un brazo. Me incumbe mi ciudad, pues soy ciudadana. En estos días se me ha venido a la cabeza el título de un librillo de estampas costumbristas que había por casa, intitulado "Es una novia Sevilla". A este paso, la ciudad corre el riesgo de quedarse en cuñada rasa.

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