Los rusos, otra vez

El Gobierno ha decidido premiar a quienes quisieron destruir la democracia española, a instancias, probablemente, del señor Putin

Afloran nuevas evidencias del vínculo del procés con la inteligencia rusa. Evidencias que entorpecen la impunidad prometida a don Carles Puigdemont, de ahí que nuestro Gobierno de progreso haya llegado a una fantástica conclusión: estamos ante una conjura de los jueces. Es fácil entender el pensamiento mágico del señor Sánchez: si borro los delitos, si evaporo las penas, desaparecerán los hechos. Sin embargo, esta ingeniería cultural tiene serios inconvenientes. Entre ellos, la trasnacionalidad de lo sucedido y lo numeroso de los actores a quienes concierne. Que una de las valedoras entusiastas del procés, la eurodiputada letona doña Tatjana Zdanoka, haya resultado ser un poco espía de los rusos, no es algo que quepa atribuirse a nuestro poder judicial. Y tampoco las conocidas intervenciones –cibernéticas y masivas– en otros comicios europeos, anteriores y posteriores al golpe de Estado del 1-O.

Ahora mismo la UE advierte a Hungría de los daños económicos a los que se expone si continúa obstaculizando las ayudas a Ucrania. En esta guerra contra la injerencia rusa que hoy se libra, el Gobierno español ha decidido, sin embargo, premiar a quienes quisieron destruir la democracia española, a instancias, probablemente, del señor Putin. Parece que los votantes del Brexit ya disfrutan las bondades económicas de haber abandonado el mercado europeo. Bondades que se traducen, por ejemplo, en un mayor coste burocrático de las operaciones mercantiles; y en consecuencia, en una inflación mayor, unida a una mengua de la oferta. Hace ya muchos años que Norman Cohen explicó, en El mito de la conspiración mundial, cómo la Ojrana, el servicio de espionaje zarista, difundió, desde su oficina en París, el bulo de los Protocolos de los Sabios del Sion, fomentando el antisemitismo radical de primeros del XX. Esto mismo es lo que cuenta Eco en El cementerio de Praga. El actual auge de los particularismos, cuya utilidad ya había defendido Lenin frente a Rosa Luxemburgo, no parece que sea ajeno a este viejo principio de injerencia. Que Lenin fuera el escalofriante ideólogo de un terror masivo, no quita –si acaso añade– para que reconozcamos la eficacia de su estrategia.

Es el mismo principio, observado desde distinto ángulo, que vemos actuar al final de La Marcha Radetzky de Joseph Roth. Ya no hay nadie que luche por el viejo imperio austrohúngaro. Ahora serán los pequeños patriotismos, las razas enfrentadas, quienes decoren con su sangre los campos de batalla.

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