La primera palabra de Jesús en la cruz es una petición de misericordia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). De su cuerpo martirizado no salió un grito, ni una maldición, sino una plegaria, una dulce y suave oración. Incluso en el texto griego el verbo no está en pasado, sino en gerundio: legein no es “dijo”, sino “iba diciendo”. Eso nos hace suponer que esta admirable frase fue repetida varias veces durante los sucesivos horrores de la crucifixión.

Él mismo nos ofrece la razón de su súplica: “No saben lo que hacen”. El contexto inmediato podría sugerir que la demanda de Jesús se refiere a los soldados romanos que simplemente cumplían órdenes. Si bien es cierto que fueron brutales, no sabían que era un hombre inocente, y mucho menos el Hijo de Dios. Sin embargo, esa ignorancia que Cristo arguye alcanza sin duda a los líderes judíos y al pueblo, porque no descubrieron que Jesús era el Mesías. No lo reconocieron. Dice Pablo: “Los habitantes de Jerusalén y sus jefes cumplieron, sin saberlo, las Escrituras de los profetas” (Hch 13, 27). El propio Pedro así lo asegura: “Ahora bien, ya sé, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros gobernantes” (Hch 3, 17).

Es obvio, afirma Ratzinger ampliando el espacio del círculo, que esta coexistencia entre saber e ignorancia, de conocimiento material y de profunda incomprensión, existe en toda época. De ahí que las palabras de Jesucristo no sean sólo válidas para aquel instante. Van dirigidas también a los presuntos sabios de todos los tiempos. “¿Acaso no somos ciegos precisamente en cuanto sabios? ¿No somos quizás, justo por nuestro saber, incapaces de reconocer la verdad misma?” Estas preguntas de Benedicto XVI (Jesús de Nazaret, Segunda Parte, pág. 243) aluden a nuestro eterno miedo a una verdad que nos desbarate el alma y trastoque todos nuestros ilusorios equilibrios. No obstante, aunque la ignorancia atenúa la culpa, pone igualmente de manifiesto la dureza de nuestro corazón, una terca torpeza que se resiste a aceptar aquella verdad hiriente.

Eso otorga al ruego de Jesús, siempre esperanzador, un destino perpetuo y universal. Tanto respecto a los que verdaderamente no saben como a los que no quieren saber, el Señor aporta, para pedir el perdón, el alegato de la ignorancia. “La ve, concluye Ratzinger, como una puerta que puede llevarnos a la salvación”. Ojalá que para nosotros, en la hora crucial, así lo sea.

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