La ciudad y los días
Carlos Colón
Yo vi nacer a B. B.
De la ola de calor y de la política española nos refugiamos en el salón rojo. Es la antigua capilla del viejo caserón de la calle Alzada y aún mantiene un inconfundible sabor isabelino, con un papel adamascado cubriendo sus paredes, cornucopias doradas y el retrato de una señora ataviada con polisón, abanico y mantilla. Se trata de doña Pascuala Emaldi y Esteban de Ormaechea, natural de Ermua, que vivió entre 1801 y 1860. Podemos decir que a doña Pascuala le tocó habitar años verdaderamente convulsos: el paso del antiguo al nuevo régimen, de la monarquía absoluta a los primeros vagidos del liberalismo español. No llegó a la Gloriosa, pero si vivió la constitución del 12 y la desamortización, los dos grandes pilares del cambio histórico. Desconocemos qué opinaría doña Pascuala de estos terremotos, aunque sabemos que se las apañó para dejar una amplia descendencia que hoy habita en distintos rincones de España. De aquellas hembras, estos machos.
Por la tarde, cuando el calor se hace insoportable en el patio, busco el salón rojo como el náufrago su palmera. Me acompaña Pinto, zahorí de sombras y corrientes, que suspira por el frescor de los veranos de la Bretaña que disfrutaron sus antepasados. El frutero de mi barrio, experto en nísperos y spaniels, me dijo que Pinto tenía más de español que de bretón, como se deduce por la finura de su hocico. Sea como fuere, cualquier hombre o perro es extranjero en estos calores, y tanto Pinto como yo nos dejamos refrescar por la penumbra del salón rojo mientras él sueña con desventrar perdices y palomos y yo leo libros que rebosan ácaros y palabras perdidas.
El salón rojo, como dije antes, tiene entre sus adornos un biombo chino que le da un cierto aire cosmopolita y decadente. Desconozco cómo llegó esta chinoiserie, propia de una estancia parisina, a esta casa en el corazón de la Tierra de Barros. Me gusta pensar en algún resto de un Galeón de Manila o en la aportación de un tío aventurero o misionero jesuita. Pero vaya usted a saber la realidad, si tal cosa existe.
Completan la decoración del salón rojo algún bibelot desubicado, un Cristo Rey de escayola que recuerda los orígenes religiosos de la habitación y una foto en la que tío Ignacio aparece de riguroso traje oscuro y cargando una escopeta de dos caños, como si viniese de cumplir alguna venganza familiar inexcusable. Las tardes más duras de calor, con la única luz de una lámpara de pie, tengo la sensación de encontrarme en algún sitio muy lejano. No sé, en el Nautilus o en alguna mazmorra de postín en la Berbería. No se le puede pedir más a la aventura del verano.
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