La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El desgarro de la muerte en el Parlamento de Andalucía
PASA LA VIDA
HA pasado una semana desde que tuvo lugar el desalojo de okupas en el Pumarejo. Mientras algunos pretenden acotar la realidad del barrio a la de este fenómeno para que no haya más opción que hablar de héroes o de villanos, el vecindario se da cuenta de que la verdadera lucha es la que afrontan los olvidados de siempre, durmiendo a la intemperie en las noches de diciembre, ignorados por las fuerzas policiales y por los anarquistas.
Un anciano que porta una maleta roja, y que solía cobijarse en un almacén, volvió a vivir las noches sin techo desde que acaeció la intervención gubernativa. Pronto le secundaron otros desubicados, aferrados a sus escasas pertenencias para que no se las quiten. Todo ello sucedía mientras los okupas sí tenían derecho a pasar la noche en el centro vecinal, y mientras en la plaza permanecían las fuerzas de seguridad y los bomberos para el desenlace de la farsa del zulo. Todos ocupaban espacios de la plaza. Pero los indigentes y demás arrastrados por las esquinas de la vida no son al parecer un problema de urgente resolución, ni para los agentes del Estado ni para los que se autodefinen como los más alternativos al sistema. Ellos no reciben consignas, ni acusan ni son acusados. Sólo sobreviven como almas en pena.
Una semana después de salir el Pumarejo en los telediarios de toda España, una joven profesional que reside muy cerca y cuyo mundo laboral y empresarial está inmerso en la sostenibilidad, me decía ayer, apesadumbrada: "Me estoy convenciendo de que nunca podré dejar que mi hijo baje a jugar en la Plaza del Pumarejo, pero no me parece sano acostumbrarme a ver la más absoluta pobreza y pasar de largo, y a ver a los mismos cada día estar en el Pumarejo con la sombra de la muerte encima de sus cabezas".
Es el mínimo común denominador desde el que deben pactar las autoridades, los vecinos y cualquier tipo de colectivo social, sea cual sea su ideología.
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