El Poliedro
Tacho Rufino
¡No hija, no!
La Navidad no tiene puntos medios. Se adora o se odia. Influye en ello que seamos animales de afinidades y de costumbres. En masa, en hordas, en los mismos sitios y a las mismas horas. De las carreteras a los bares. Estrenamos en la pandemia la disciplina (tiranía) de las reservas, incluida la humilde esquina de la barra, y ahí seguimos. Desde el puente de diciembre, el frenesí navideño bascula de lo urbano a lo rural; sin excepción. Morir de éxito.
Todos, todo el tiempo, en todas partes. Incapaces de escapar de ese espíritu festivo que cada vez se enmascara más de fiebre consumista. Dicen los informes oficiales que sólo la inflación de la cesta de la compra nos cuesta 90 euros más al mes; en torno a mil euros más al año para una familia media. El otro día vi en el súper de mi barrio que habían puesto bajo llave las botellas del aceite de oliva. Oro líquido, sí. Como el azúcar, la leche, la mantequilla y los huevos.
En esta Andalucía nuestra, es la Navidad de los colores ocres y rojizos del invierno que se mezclan con el campo verde oliva. Es la Navidad del bullicio de la gente y la magia (o impertinencia) de las luces. Es la Navidad de la escarcha insolente del amanecer y la neblina del ayer. Es la Navidad del día a día que, como han criticado desde la izquierda, faltó esta Nochebuena en el discurso del Rey. ¿Pero se puede hablar de todo? ¿Y contentar a todos?
Aunque sí hay una Navidad que nos iguala. La de los sentimientos y las ausencias. Me decían el otro día en una notaría que estaban desbordados. Se unía el cruel papeleo de los que se van con el de quienes atisban el horizonte y, mirando de reojo el paso de los años, quieren poner en orden sus cosas.
Es esa Navidad que nos recuerda, especialmente en estos días de excesos y contradicciones, que son las personas las que dan sentido a la Navidad, no las cosas. La que nos ayuda a pararnos y echarles de menos. La que nos obliga a recordar lo realmente importante. Es la Navidad de los olores dulces de la infancia que se vuelven nostalgia y, sin saber muy bien cuándo pero sí por qué, es la Navidad de las sillas vacías.
Cuesta saber si la crispación la hemos alimentado entre todos y ha saltado a la política o es en las esferas del poder donde tiene su cobijo. Poco importa. No le guardemos un sitio en nuestras mesas. En memoria de los que no están, por respeto a los que están. No merece la pena. Ya lo escribió Oscar Wilde: la vida es demasiado importante para tomársela en serio.
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