Antonio zoido

Historiador

Un tesoro llamado Feria

Con Gustavo Bacarisas llegaría, a partir de 1919, la homogenización de las casetas

Hace ahora un siglo Europa salía trabajosamente de su penúltima guerra continental. En España -al margen de ella por su irrelevancia en la colonización de Asia y África- muchos habían ganado dinero gracias a buenas cosechas obtenidas con la fórmula que el trigo o el arroz necesitaban desde finales del siglo anterior para ser vendidos (a los contendientes): "agua, sol y guerra en Sebastopol". Sevilla, después de haber tenido aparcados durante cuatro años sus proyectos y, en especial, la Exposición Hispanoamericana, volvía a retomarlos con visión renovada y con los nuevos medios de comunicación (los grandes trasatlánticos, la aviación comercial, la radio...) a su favor.

Junto al Gran Evento estaban las Fiestas de Primavera y ahí tuvo lugar tanto la creación de los parámetros en los que, a partir de entonces, se movería la Semana Santa, como el encargo del nuevo diseño ferial a un refugiado de la contienda, el gibraltareño Gustavo Bacarisas. Con él llegaría, a partir de 1919, la homogenización de las casetas, la esmerada elección de los carteles que anunciaban al mundo las celebraciones y una gran labor en el terreno de lo que hoy llamaríamos promoción para poner en valor el Abril del Prado de San Sebastián. De paso el proyecto de Bacarisas abrió las casillas del real a otro público dando paso con rango de feriantes a las clases medias retratadas por el periodista Galerín en sus crónicas.

A pesar de la guerra, la autarquía y la dictadura franquista, aprovechándose de los vientos del desarrollismo y hasta de los "pactos americanos", la Feria -ya en Los Remedios- llegó a la democracia y allí, se diga lo que diga, no sólo se democratizó sino que se convirtió en un maravilloso y multitudinario espacio social vertebrado por las decenas de miles de socios de casetas que encauzan y elevan la fiesta a la categoría de arquetipo haciendo de cada uno de esos "domicilios temporales" espacios distintos para formar una ciudad efímera pero tan verdadera como única en el mundo.

Sevilla no ha sido reflexivamente consciente de la singularidad específica de su fiesta abrileña ni de en qué medida ella la proyecta al mundo. Como suele sucederle en tantas cosas, la ve como un regalo de no se sabe quién y -lo que es peor- cree que ese inmenso y complejo edificio es, por su propia naturaleza, eterno. Al contrario de lo que sucede con la Semana Santa, estructurada por unas cofradías cuyas decisiones son contrastadas continuamente por la opinión pública, los protagonistas de la Feria, los socios de las casetas, carecen de un mínimo estructura asociativa general (v.g. como el de los abonados de la plaza de toros) porque nunca han pensado en la aparente paradoja de que pagan una gran parte del presupuesto de la celebración y, al mismo tiempo, son sus sacerdotes. Ninguno ha pensado nunca que, a lo mejor, el Real de Abril es la Tierra Media y son ellos los que tienen que defender el anillo que la salva.

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