Tribuna de opinión

Rafael Cómez | Historiador

El barrio de Santa Cruz

El autor reflexiona sobre la evolución, o involución, de uno de los enclaves más turísticos de Sevilla

Un restaurante de la calle Agua atestado de turistas.

Un restaurante de la calle Agua atestado de turistas. / Juan Carlos Muñoz

El mes pasado oí a un guía español que le espetaba a su grupo: la antigua judería, el barrio de Santa Cruz es muy turístico, más auténtico es el barrio de San Bartolomé. Paralelamente, otro comentario de una guía en inglés: aquí sólo se encuentran apartamentos turísticos salvo algunos privilegiados y unos marqueses que viven en una casa palacio. Otras veces, el socorrido lugar común de que el pintoresco barrio es un pastiche, invento del Marqués de la Vega Inclán en las vísperas de la Exposición Iberoamericana de 1929. Sin embargo, lo que hizo el ilustre Comisario Regio de Turismo (1911-1928) fue rehabilitar, en el mejor sentido del término, urbanizando y renovando admirablemente un barrio que se abría al incipiente turismo. En ese corazón del centro histórico de Sevilla existían aún no sólo palacios sino también muchas casas nobles, algunas de ellas convertidas en casas de vecinos.

El barrio 7 del cuartel A del plano del asistente Olavide representó hasta la década de los años 80 del pasado siglo un núcleo vivo de animado vecindario capaz de convivir con un turismo que no era ya el que trajo la Exposición Iberoamericana. Y su espíritu cívico fue siempre ejemplar como refiere la relación de los hechos ocurridos en la epidemia de fiebre amarilla que asoló la ciudad en 1819, cuando el barrio contaba con 1.650 vecinos.

Podemos afirmar que ese barrio se mantuvo incólume a través del tiempo hasta la década de los años 70, cuando Sevilla acabó en manos de la especulación y el derribismo sin importar lo que cayera bajo la piqueta. La desgraciada especie de que el pintoresco barrio era un pastiche, propalada por ignaros arquitectos, fue un buen caldo de cultivo para aquellos que solo veían una buena inversión en hermosas fincas que se podían declarar en ruina, a veces, por un simple desconchón provocado por la humedad. No podemos tachar de pastiche la arquitectura regionalista de Juan Talavera ni su criterio urbanístico al crear la proyectada ciudad-jardín con las plazas de Doña Elvira o la Plaza de Santa Cruz en conexión con los Jardines de Murillo que vemos en el plano oficial de José Andrés Vázquez Pérez de 1920.

Quienes desprecian la arquitectura del barrio de Santa Cruz parecen olvidar la casa de los Salinas, antigua morada del converso Baltasar de Jaén frente a la iglesia parroquial, o la próxima casa natal del cardenal Wiseman, propiedad de los marqueses de los Ríos, hoy Museo Bellver. O casas palacios como la de los Ximénez de Enciso donde vivió el dramaturgo de nuestro Siglo de Oro en la calle que les da nombre, antigua residencia universitaria, hoy hotel y patio flamenco, todas ellas entre viejos edificios renovados o nuevas construcciones regionalistas de los años veinte, además de otras casas populares cuyo nivel del zaguán acreditaba su antigüedad. Otra, legendaria, según Méndez Bejarano, sería la de la bella Ester, hija del sabio médico Selomo Sefardí, en la calle del Moro Muerto esquina a la Jamerdana, donde luego viviría el ilustrado Reinoso y, más tarde, el catedrático Francisco de las Barras de Aragón, evocado por la pluma de Romero Murube; antigua casa de fines del siglo XV que se mantuvo en la pureza de sus principios hasta ser burdamente transformada en hotel boutique en la década de los 90. Más arriba, en la otra esquina, la dieciochesca mansión de la marquesa de Torreblanca, morada de Blanco White, no desmerece de la frontera fachada de la iglesia de los Venerables. No era, pues, todo pastiche. Y quien quiera verlo, ahí tiene el documento gráfico de las tres ediciones desde 1976 de la arquitectura civil sevillana de Francisco Collantes de Terán y Luis Gómez Estern, dramático compendio de la destrucción de Sevilla en el siglo XX.

A mayor abundamiento, bien sabido es que el Plan General de Ordenación Urbana de Sevilla, elaborado por la Gerencia de Urbanismo del Ayuntamiento de Sevilla (1987), dentro de la calificación y usos del centro histórico concedió a todos los edificios un nivel de protección A, B, C, y D, según su importancia. Curiosamente, resulta edificante comprobar espacios en los que no figura ninguna letra. Precisamente aquellos que correspondían a magníficas fincas y palacios derribados que luego serían convertidos en hoteles y apartamentos. Valga el ejemplo de la magnífica casa de los Alfaro, en la plaza del mismo nombre, o la de los Céspedes, también convertida en hotel.

Emigraron los tenderos, las lecheras, el carpintero, los zapateros, el droguero... y murieron el sastre y las modistas. Las tiendas de comestibles se convirtieron en bares y restaurantes. Las tres librerías que disfrutaba el barrio corrieron la misma suerte. Las plantas bajas de los edificios son tiendas de souvenirs. Por lo tanto, llevaban razón aquellos guías que mencionábamos al principio, pues el barrio de San Bartolomé conserva todavía el carácter de un barrio. El de Santa Cruz ha perdido su espíritu y mantiene un ambiente próximo al zoco. Muy pocos vecinos quedan y, de los antiguos, sólo aquellos que tienen intereses en el barrio. Han proliferado los apartamentos turísticos en flagrante desproporción con las viviendas de los vecinos. Viene de lejos la carroñera gestión de nuestro patrimonio. La reciente ordenación de la calle Mateos Gago, nervio espinazo del conjunto, ha sido, en términos taurinos, darle la puntilla al barrio de Santa Cruz.

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