02 de mayo 2025 - 03:08

En la edad niña, que se fuera la luz era el principio de lo extraordinario. En poco rato éramos capaces –pequeños y mayores– de hacernos a las sombras milenarias. El brasero eléctrico se cambiaba por la lumbre, la ducha por barreño, los deberes por los quereres y la tele por los cuentos de miedo (mujeres esqueleto, viejas ánimas ignoradas hasta esa misma noche, y el lobo, “¡Que sus come el lobico!”…) que unas a otros nos contábamos. A esto le llamo yo una buena reposición, y no a que viniera la luz de pronto a partirlo todo. El pasado lunes vi a los niños serlo. Mi patio de vecinos se llenó de criaturitas que se caían de la bici, vestían a sus muñecas y contaban contra la pared mientras las demás se escondían. Los parques estaban a rebosar. Los chicos de mi familia –supe al día siguiente, pues no se cuenta demasiado que el apagón fue ante todo telefónico, y nada supimos de nuestros seres queridos hasta el día siguiente– fueron felices yendo a por linternas o jaleando al abuelo mientras el pobre, sin ascensor, subía a duras penas la escalera.

El candor, a la chiquillería, se le supone y, sobre todo, se le agradece. Lo que no es fácilmente digerible es la infantilización de señores y señoras como trinquetes, a quienes en situaciones como estas se les ve hacer el cocacola porque de algún modo, aunque se haya ido la luz, se les tiene que ver. De esta guisa, se esmeran en demostrarnos cómo se hartan de cerveza caliente en las terrazas de los bares, la grassia que gastan, la conga que bailan y su aplauso a las ocho desde el balcón a los electricistas. Como el Ulises borgiano, qué harta estoy de prodigios. Sobredosis de esta fauna tuvimos en la pandemia. Al menos esta vez la naturaleza del cataclismo evitó que nos afligieran desde las redes sociales.

El apagón a pleno sol, lo anómalo y detenido en un lunes tan normal y laborable, bien merecía un paseo por Sevilla para ser testigo, mera observadora. Así fue como el Paseo de las Delicias trocó ante mis ojos en el tríptico del Jardín de las Delicias. Vi a turistas arrastrando grandes moles de maletas, y a gente sin prisa, y aviones tachar el cielo. Vi la luz cegadora del mediodía. Escuché cantos estridentes de sirenas, y la radio, y los boleros del viejito que canta en San Jacinto, y hablar del Alumbrado en lo oscuro. Vi los coches transitando con cuidado, en una armonía inédita. Vi de par en par esas puertas que se abren con el aura, y trajes de luces en el apagón, y trenes sin llegada en plena noche, y a ancianos sin su sopa, y a ricos sin dinero. Vi cómo este su diario lograba salir a la luz. A diferencia de en otras ciudades, tuvimos con qué alumbrarnos; qué vecino no tiene una caja donde guarda lo que queda de los cirios de su estación de penitencia. Al menos, pudimos estar a dos velas (aunque ahora también los suelos de mi casa resbalen por la cera).

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