Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
La ministra de Igualdad, Ana Redondo, ha asegurado que las pulseras telemáticas destinadas a vigilar a los maltratadores funcionan. Una afirmación tajante que choca de frente con la experiencia de muchas mujeres que han denunciado lo contrario: que el sistema falla, que el agresor aparece frente a ellas pese a la supuesta vigilancia, que la protección prometida no es más que un espejismo. Negar ese testimonio equivale, en la práctica, a llamarles mentirosas. Y eso, en boca de una ministra, resulta inaceptable, porque deslegitima a las víctimas y las convierte en sospechosas cuando lo único que hacen es reclamar auxilio. Las primeras en detectar los fallos no son los técnicos ni los ministerios, sino las víctimas. Son ellas quienes, con el miedo de nuevo en la garganta, descubren que el maltratador ronda su casa o el colegio de sus hijos. Ellas avisan, la policía comunica, los jueces trasladan. El engranaje institucional funciona hasta que se estrella contra el muro político: allí se decide que es mejor ocultar que reconocer, maquillar que corregir, negar que asumir responsabilidades. El motivo es obvio: admitir el fallo supone admitir que el Estado no protege a las mujeres que más lo necesitan. Sería reconocer incompetencia, negligencia y abandono. Y eso es insoportable para un Gobierno más preocupado por su reputación que por la seguridad de las víctimas. La estrategia, entonces, consiste en desacreditar a quienes denuncian el desastre, tratándolas como si exagerasen o inventaran. Pero la verdad es simple y devastadora: un hombre que amenaza no puede estar en libertad; una pulsera no puede ser burlada ni retirada; y un dispositivo que custodia vidas no puede fallar jamás. Cuando falla, lo que está en juego no es un dato técnico, sino la vida de una mujer y el futuro de sus hijos. La ministra no sólo ha ofendido a esas mujeres. También ha ofendido a quienes creen en la obligación moral del Estado de protegerlas, a quienes saben que la confianza en las instituciones se quiebra cuando el mensaje oficial contradice la realidad vivida. Su continuidad en el cargo es incompatible con la dignidad institucional. Y más grave aún: quienes con su voto sostienen a este Gobierno se convierten en cómplices de esa negación. Porque cuando el poder prefiere preservar su imagen antes que salvar vidas, el fracaso ya no es político: es ético.
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