¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
‘Valencià’ significa valenciano
El larguísimo puente de la Inmaculada y la Constitución nos ha devuelto, tal cual, el colapso en calles, bares y monumentos que tanto dio que hablar en los años anteriores a la pandemia y que tenía sus defensores -el Ayuntamiento y los propietarios de los negocios relacionados con el turismo- y sus detractores: una buena parte de la ciudadanía que veía con alarma cómo el asunto se salía de control y las zonas más emblemáticas de la ciudad perdían su identidad para convertirse en una especie de masificado parque temático cruzado por centenares de maletas con ruedas y por terrazas calefactadas con butano que servían pseudopaellas a todas horas.
Pero llegó el Covid y lo cambio todo. Las calles del centro histórico se quedaron vacías y los bares y los hoteles echaron la persiana a la espera de tiempos mejores. Y en aquel desierto de los meses más duros del confinamiento y en los que siguieron de miedo y desconfianza empezamos a echar de menos todo lo que antes había molestado tanto. Con la caída abrupta del turismo, el motor económico se gripó y el empleo se resintió hasta extremos que superaron todas las líneas rojas que pudiésemos imaginar. Sevilla se había convertido en un desierto y eso hizo que nos diésemos cuenta de hasta qué punto habíamos puesto en el turismo, y sobre todo en un turismo de aluvión y barato, todas nuestras expectativas de mantenimiento de rentas y empleo.
Mientras echábamos de menos las colas que daban la vuelta a la Catedral y al Alcázar, algunos intentaron meter a la ciudad en un debate sobre qué es lo que se había hecho mal para que el turismo se convirtiese y en qué cosas había que cambiar para que fuese sólo una oportunidad que consolidase una senda de progreso para Sevilla. El debate, la verdad, no fue muy lejos y se dijeron las generales de la ley: que había que transformar el modelo turístico de la ciudad para convertirlo en un destino de referencia dirigido a un público de poder adquisitivo alto y con inquietudes de consumo cultural de calidad.
Como en tantos aspectos de nuestra vida social y también en la personal, la pandemia vino para demostrarnos que las torres más elevadas se pueden caer delante de nuestros ojos sin que podamos hacer nada para evitarlo. La constatación la tenemos en estos días. Hemos recuperado en este puente los niveles de ocupación previos al estallido del Covid. Los turistas, que tanto echamos de menos en los meses duros ya están de vuelta. Y aunque son los turistas a los que un día no muy lejano muchos trataban como plaga invasora, la ciudad parece contenta de volver a verlos entre nosotros. El signo de los tiempos.
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