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Tribuna

Antonio Porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

Baroja

Baroja Baroja

Baroja / Rosell

Que el tiempo de verano es una buena ocasión para la lectura o la relectura parece un dato bien conocido. Y entre las numerosas invitaciones siempre aparecerá el inagotable Pío Baroja. Una buena ocasión para sumergirse, por ejemplo, en las aventuras de Eugenio de Aviraneta, aquel clarividente conspirador liberal cuya biografía discurre a lo largo del siglo XIX, desde la Guerra de Independencia hasta las guerras carlistas, y cuya confusa estela siempre acababa en una interminable serie de fracasos.

Merece la pena discurrir de la mano magistral de Baroja por aquella oscura atalaya de Bayona, donde se concentraba gran parte del exilio español: primero, liberales intentando reconquistar España de la mano del general Mina y fracasando estrepitosamente; luego, carlistas apoyados por realistas franceses enfrentados al Ejército cristino, luego un maremágnum interminable de facciones donde todos se mezclaban en un sinfín de espionajes y conspiraciones cruzadas; donde los personajes exhibían un cúmulo de egoísmos, divisiones, hipocresías, celos y ambiciones; muestra inevitable de su profunda ignorancia y de la ausencia de todo espíritu de unidad. Eran los tiempos difíciles en que España se mecía en un entorno casi permanente de guerras civiles y pronunciamientos, desde el fusilamiento de Torrijos hasta la partida del carlista jiennense Gómez cruzando España desde el norte hasta la misma Gibraltar, perseguido por los generales liberales Alaix y Narváez en pugna entre ellos; cuando, tras la ocupación de Córdoba, hasta la misma Puerta Real de Sevilla tuvo que ser tapiada ante la inminente amenaza. Oscuros recuerdos del tormentoso siglo XIX, cuando España se debatía en las dificultades históricas para configurar una precaria democracia liberal.

Hoy tenemos, afortunadamente, una democracia consolidada en nuestro país y un marco constitucional solvente: el brillante fruto de la hoy denostada Transición. Y por eso las amenazas de golpes de Estado no tienen que formularse ya desde fuera de las fronteras como en el siglo XIX, sino desde las propias instituciones públicas: sólo hay que oír la reiterada cantinela de los gobernantes catalanes para comprobarlo. Ya no hay fusilamientos ni exiliados forzosos perseguidos por el pérfido ministro Calomarde bajo la siniestra sombra de Fernando VII, sino confortables residencias voluntarias en Bruselas bajo la benévola promesa de un indulto y responsabilidades civiles a cubierto por parte de la hacienda catalana.

Hoy el futuro de España se puede negociar en cualquier mesa bilateral sin que los españoles nos sintamos atormentados por efervescencias revolucionarias o amenazas de pronunciamientos. Hoy, ante el altar de la gobenabilidad, cualquier partido se siente con ínfulas suficientes para sacrificar derechos y principios constitucionales, o para tolerar la falta de respeto a las libertades de opinión o de expresión en algunas partes del territorio del Estado. Hoy los grandes conspiradores del pasado, como Aviraneta, han sido sustituidos por amables asesores de imagen que nos venden su falsa mercancía con el mismo descaro que los ministros de Isabel II utilizaban para mantenerse en el poder.

La sensación de que todo ha cambiado pero que, en el fondo, no ha cambiado nada se hace inevitable. Hasta los propios e ilustrados gobernantes catalanes de hoy prefieren adoptar el estilo de los catetos payeses que dibujaba el legendario Josep Pla en su clásico Viaje en autobús: permanentemente enfurruñados y sólo cavilando en cómo engañar al amo. Sólo que en este caso el amo resulta ser el Estado español. La sensación de que la gran aportación institucional con que nos hemos estrenado en el siglo XXI, nuestro flamante Estado autonómico, no sólo ha servido para generar un marco operativo de gobernanza para luchar contra la pandemia, sino que, al mismo tiempo, nos ha hecho a todos un poco más provincianos. Y cuando la melancólica mirada endógena se va reforzando hasta mutarse en virus nacionalista, el camino que queda por recorrer está ya bien marcado por la historia del siglo XX: del nacionalismo se pasa sin solución de continuidad al nacionalsocialismo.

Las interminables volutas de la historia parecen cabalgar por encima de los siglos y sólo la pluma de algunos grandes escritores nos permite descubrir las pinceladas maestras que componen y descomponen nuestra realidad nacional en un caleidoscopio donde presente y pasado se dan la mano por encima de los siglos.

Hoy muchos añoramos no poder contar ya con la inconmensurable pluma de Pío Baroja para retratar el cúmulo de egoísmos, vanidades, envidias, celos, ambiciones e hipocresías que componen el deconstruido cuadro de nuestra realidad nacional. Y como le sucedía al gran conspirador Eugenio de Aviraneta, todos los nuevos desafíos parece que nos llevan de fracaso en fracaso.

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