La tribuna
Progres de derecha
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Tantos años después de la caída de la Unión Soviética en Moscú los símbolos del antiguo régimen siguen diseminados por toda la ciudad. La hoz y el martillo están en cada esquina de su futurista Metro, en los edificios públicos y en muchas empresas. Aunque es una sociedad de voraz capitalismo, falta algo esencial en una ciudad occidental: la publicidad. Llama poderosamente la atención la ausencia de esta y, sin embargo, la riqueza de los neooligarcas -que ya comienzan a ser viejos- se exhibe sin pudor. Uno tiene la impresión de que Moscú es la verdadera metrópolis cinematografiada por Fritz Lang, y no, como solemos imaginarnos, Nueva York. Los rascacielos que construyó el sistema estalinista echándole un pulso arquitectónico al capitalismo occidental poseen ese aire de angustia expresionista, al igual que las masas silenciosas, que, emulando la escena de la fábrica de Metrópolis, se desplazan cadenciosamente por el Metro. En este medio de cortantes frialdades, los ciudadanos son presumidos, elegantes, y van tan cuidados y tan poseídos de sí mismos que contrastan con nuestro creciente desaliño. La suya, en estos momentos, es una cultura contradictoria que se mueve en torno a la exaltación de lo ruso, con una mezcla de épocas, desde Iván el Terrible hasta Putin, sorteando aristas y contradicciones. En ese folclore nacionalista lo mismo está en el horizonte la Rusia soviética de los años de la carrera espacial que los zares. Pero, por encima de todo, hay una afirmación de modernidad, que comenzó Catalina II, que se comparte con Europa. A nadie en su sano juicio se le ocurriría pensar que Rusia encarna una cultura radicalmente distinta de la europea.
Por eso resulta cuanto menos curioso que la Unión Europea mantenga desde la caída del muro de Berlín un pulso sostenido y creciente con Rusia, que ha dado lugar a una nueva guerra fría con intromisiones mutuas. Pocas veces como ahora los agentes secretos han tenido tanto trabajo. Entre Estonia y Rusia, por el lado de San Petersburgo, hay una frontera, Ivángorov, que califican los estrategas como de las más calientes del continente, donde se miran desde castillos fortificados las dos partes con furor y rencor de un lado, y con temor fundado del otro.
Una guerra fría que, como la previa de los cincuenta y sesenta, tiene sus dimensiones culturales. Rusia ha colocado sus peones al otro lado de la frontera. Baste recorrer la colección rusa de Málaga para percibir que juega fuerte, como en la época en que enviaba al compositor Shostakovich, a su pesar, de embajador cultural de Stalin a los congresos de la libertad cultural, donde acababan reunidos agentes del KGB y la CIA, y en los que el ideal americano era exhibido por la orquesta sinfónica de Boston.
Ahora, en Madrid, en el Centro Reino Sofía, se presenta una magnífica exposición, pronta a finalizar, sobre Dadá en Rusia, en la década prodigiosa de 1914 a 1924. Diez años en los que el concepto moderno de artista iconoclasta, que frecuentemente se adjudican los parisinos, tuvo su santa sanctórum en las ciudades eslavas. Esta exposición, primero, reivindica el papel de verdaderos creadores del absurdo dadá para los nadistas rusos que precedieron al Cabaré Voltaire de Tristan Tzara en tres años. Segundo, se expone la íntima relación entre dadaísmo y revolución, e incluso se reivindica la asidua asistencia de Lenin durante su exilio suizo al cabaré dadaísta citado. Impresionan no sólo los manifiestos, libros, diseños y cuadros, sino la visualidad y la sonoridad que produjeron aquellos vanguardistas que, asqueados de la plutocracia de tu tiempo, clamaban con desesperación por una creatividad radical. La ópera Victoria sobre el sol de Matiushin, con diseños de Malevich, deslumbra, así como la grabación de la obra teatral de 1920, debida a Yevreinov, que repetía los hechos de la revolución de octubre de tres años antes. Los poemas de Mayakovski, recitados sobre fondos pianísticos o a capella, resuenan con la pureza del mito, y desde luego lo hacen acreedor de ser el gran poeta de los soviets. Empero, una exposición como ésta también pone de manifiesto algo que no se quiere ver ni aquí ni allá: que la mayor parte de los intelectuales revolucionarios manifestaron entonces ser anarquistas. Un buen amigo me pidió hace poco que buscase algo de la revista histórica Anarkia. Recorrí las mejores librerías de Moscú, incluso a la biblioteca Lenin, sin encontrar nada. Tras mi fracaso me comentó luego que sólo quedan algunos fragmentos en la biblioteca pública de Nueva York. El estalinismo no dejó ni rastro de ella.
Así pues, no se entiende muy bien la presente escalada de tensiones políticas, que llega hasta nuestras puertas. Cuando hace unos meses se constituyó el Gobierno actual se intentó nombrar a un prestigioso militar español para el cargo de jefe del espionaje, pero su candidatura fue desechada simplemente por haber hecho unas declaraciones favorables al entendimiento con Rusia. A estas alturas cuesta mucho entender esas decisiones tras visitar la Rusia del pasado a través de una magnífica exposición, auspiciada por una institución gubernamental española, y experimentar la Rusia real. Se impone un entendimiento porque la cultura de allí y de aquí es más que mimética.
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