La tribuna
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Cuenta el Antiguo Testamento cómo los israelitas, que habían vivido hasta entonces sin Estado en una especie de anarquismo patriarcal, pidieron a Yahvé que les diese un rey para dirigirlos en la guerra y hacer leyes en tiempos de paz. Refunfuñando, Dios aceptó y Saúl fue el primer monarca de los hebreos. A partir de ahí Israel tuvo claro cuales eran las leyes legítimas y cuales las ilegítimas. Pero pasaron milenios, y en la Europa del siglo XXI ya no existen dioses preceptores. Esa ausencia hace hoy tambalearse los pilares fundamentales de la democracia.
Escribe Pablo d'Ors que "no es cosa casual la democracia en Occidente, pues cada pueblo tiene el régimen según el dios en que cree". También muchos historiadores piensan igual: el cristianismo, con su idea matriz de la igualdad y la hermandad de todos los hombres ante Dios, hizo posible la Ilustración (guillotina incluida), la pulsión de la libertad, los derechos humanos y la democracia. De modo que democracia sólo en Europa desde donde se extendería después a otras culturas. Mas qué ocurre cuando ya no existe el Dios judeocristiano, cuando la Divinidad dejó de dictar sus preceptos desde el Sinaí, en el Sermón de la Montaña o por boca de los profetas. Sin duda, a falta de lo divino podemos recurrir a Kant para hacernos de una moral política; pero por qué no recurrir a Nietzsche. ¿Qué autoridad señala al moralista a quien debemos seguir? Ante un interrogante así buena parte de filósofos y juristas contemporáneos mantiene que a falta de dioses sólo cabe entender el derecho cual expresión de la ley del más fuerte; ya sea el más fuerte un monarca, ya sea el más fuerte una multitud. La democracia quedaría legitimada de esta manera, pues la mayoría es por definición lo más fuerte. Por desgracia, esta salida más bien de emergencia no logra explicar el concepto de derechos humanos (pilar de la democracia) como derechos universales de obligado cumplimientito.
Los grandes veleros que en el siglo XIX cruzaban el Cabo de Hornos conocieron de cerca las tribus aborígenes que poblaban aquellas costas. Quedaron horrorizados. Llegados a una edad provecta, los viejos de la tribu eran asfixiados sobre el humo de hogueras encendidas con ramas verdes. Ante aquel espanto los más ilustrados marinos traían a colación los derechos del hombre proclamados por la Revolución Francesa. Pero a cuenta de qué, nos preguntamos hoy desde una sociedad secularizada, valen más los derechos de los ilustrados navegantes que las costumbres ancestrales de las tribus del Cabo de Hornos. La pregunta sigue en pie.
En mayo de 1972 el presidente Nixon se entrevistó con Mao y no pudo resistir la tentación de preguntarle por los derechos humanos en China. Mao replico al instante: "Nosotros respetamos los derechos del pueblo chino, distintos a los derechos de occidente". Se pueden aportar centenares de ejemplos. El mundo árabe sigue manteniendo su propio Dios; por eso en 1990 tuvo lugar en El Cairo una reunión de países musulmanes sobre los derechos humanos del Islam (no en el Islam). Todo coherente. Lo que resulta incoherente en la Europa del siglo XXI relativista y atea es continuar legitimando la democracia invocando unos derechos que ya no pueden ser universales. La opinión mayoritaria de la Unión Europea percibe el aborto libre y caprichoso como uno de los derechos humanos de la mujer; sin embargo, en Hungría, en Polonia, en California, en el mundo católico, en numerosos países de África y de Asia el aborto voluntario se considera un asesinato. Imposible, en efecto, hablar ya de preceptos universales y leyes que obliguen al mundo entero.
Va de suyo que no añoro la teocracia y me espantaría un regreso del nacionalcatolicismo, sólo planteo un problema teórico sin resolver que viene de muy antiguo y ahora nos afecta directamente. Las palabras airadas de la Antígona de Sófocles cuando explica por qué ella no obedece las leyes del Estado sino los preceptos eternos de los dioses: "Pues no fue Zeus quien dio los decretos que hoy rigen en la polis, / ni la Justicia que mora junto a los dioses subterráneos / señaló las leyes que ahora existen entre los hombres". En nuestros días, Peter Sloterdijk ha escrito sobre el olvido de lo sagrado y la inocultable decadencia de las sociedades secularizadas del siglo XXI. Para el filósofo alemán, que no es desde luego un meapilas, sólo un giro cultural "post secular" podría salvar a Europa de un nihilismo que hace imposible su democracia.
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