La tribuna
El mundo en dos jornadas
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La impactante imagen de la corresponsal internacional jefe de la CNN, la estadounidense Clarissa Ward, informando el pasado agosto desde las calles de Kabul con una abaya negra (vestido que oculta todo el cuerpo) y un hiyab (velo que cubre completamente el pelo) dio la vuelta al mundo. A través de un grupo de Whatsapp me llegó un meme publicado en Twitter con sendas fotos de la periodista, con y sin indumentaria islámica, que rezaba: "(…) Afganistán. 24 horas de diferencia (antes y después de la toma de Kabul por los talibanes). Creo que no hace falta añadir nada más". En ese momento Ward ya había alertado de la imprecisión del tuit, pues no era la primera vez en su carrera que se cubría el pelo trabajando en áreas bajo control de grupos yihadistas. La aclaración de la periodista especializada en conflictos sirvió de poco, ya que, sólo en Twitter, el contenido ya había sido compartido más de 2.500 veces y había recibido más de cinco mil "me gusta".
Situaciones parecidas se sucedieron a diario durante el desembarco talibán en Kabul y la dramática evacuación estadounidense de los días posteriores: videos y fotos descontextualizadas, informaciones erróneas o deliberadamente falsas diseminadas por los más diversos canales digitales a una velocidad vertiginosa. Asusta observar cómo los engranajes de la desinformación parecen estar perfectamente engrasados justamente cuando se escriben las páginas más trascendentales de la Historia (piensen en lo que sucedió durante el referéndum ilegal de independencia en Cataluña en 2017, en el asalto al Capitolio de EEUU o en la recta final de cualquier proceso electoral de relevancia).
Cada día nos resulta más complicado determinar la veracidad de la información que nos llega a través de nuestros móviles. La Unesco lo define certeramente como "desorden informativo" o, de forma más académica, como un "síntoma de la economía digital, donde la información verificada no gana necesariamente la batalla por la atención de la gente". Si lo piensan fríamente, suena apocalíptico.
Algunos líderes de destacadas potencias regionales o globales (el brasileño Jair Bolsonaro o Donald Trump en EEUU son dos ejemplos nítidos) le han echado gasolina al gran incendio de la desinformación, sembrando dudas sobre pactos sociales ampliamente aceptados y socavando la credibilidad de los medios de comunicación tradicionales: ambos mintieron sobre la gravedad de la pandemia y, contumaces, negaron la validez de la ciencia.
Los medios de comunicación españoles se encuentran ante el titánico desafío de convencer a sus audiencias de que vale la pena pagar por tener acceso a información de calidad. Las voces que se mueven impunemente por los meandros digitales con escasa o nula supervisión de los contenidos que difunden representan una competencia peligrosa y, con frecuencia, desleal.
A quienes, llegados a este punto, sospechen de mis pulsiones autoritarias, les aclaro que me posiciono frontalmente contra cualquier limitación de la libertad de expresión. Mi preocupación está concentrada en lo que medios como CNN consideran la quintaesencia del periodismo: la verificación de los hechos y la búsqueda del equilibrio editorial. En última instancia, la defensa de la verdad, si es que existe una verdad última y absoluta.
Afortunadamente, el último informe global del Reuters Institute sobre el consumo de noticias en plataformas digitales arroja un dato esperanzador: durante la pandemia aumentó la confianza en las noticias publicadas en medios de comunicación. Parece que mucha gente ha entendido que ante una crisis global como la vivida desde marzo de 2020, las únicas estructuras capaces de encarar semejante desafío informativo son los medios de comunicación de toda la vida.
Por ello, entiendo que la mejor información siempre será la que provenga de un buen periodista profesional y no de quien de la noche a la mañana se arroga la capacidad de desempeñar un trabajo que tiene sus métodos y reglas.
Es justo reconocer que los contenidos generados por usuarios han traído nuevas voces al debate público (muchas de ellas muy necesarias) y han obligado a los medios tradicionales a salir de su zona de confort. Pero los verdaderos guardianes de este oficio siempre serán los periodistas bien entrenados: los que investigan, verifican, ordenan, contextualizan y dan forma a los elementos que componen una buena pieza informativa.
Por ello, les invito a que no se dejen engañar: el mundo necesita periodistas. No aficionados al periodismo.
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