La tribuna

Política y verdad

Política y verdad
Manuel Bustos Rodríguez - Catedrático Emérito De La Universidad Ceu-San Pablo

Somos muchos quienes en alguna ocasión nos hemos preguntado el porqué del rechazo de tantas personas con vocación hacia la cosa pública y con una sólida preparación a participar en la política partidista. Sobre todo cuando, desde la época de Aristóteles, seguimos considerando al hombre un animal político por naturaleza.

Podemos dar, sin duda, diversas explicaciones. No obstante, creo que es esencial ver en qué se convierte la política en la práctica y aprender desde el declive manifiesto en que hoy en día se desenvuelve. Los españoles tenemos un ejemplo llevado hasta sus últimos extremos de este hecho en nuestro país.

En el sistema político que padecemos existe mayoritariamente un rechazo fundamental a la verdad y al sentido del bien común; una permanente instalación en la mentira, un mal muy extendido en la sociedad. Y lo peor: apenas existe conciencia entre los políticos (eximiría de ello a quienes se ocupan de la vida local y provincial, aunque tampoco estén del todo exentos de esa tentación ambiental) de la necesidad de no engañar y de sumar a la construcción del mayor bien para todos.

La ideología más o menos difusa, contradictoria a veces, tiende a ver la realidad a través de un filtro determinado y no tal y como es. Según como están hoy concebidos los partidos, lo que se fomenta en ellos es la oposición por la oposición y el deseo intrínseco de lo que sabiamente el pueblo llama, el quítate tú para que me ponga yo; es decir, derribar dialécticamente al rival para cuanto antes llegar al poder. Y para ello casi todo vale. Incluso las malas artes.

Ciertamente, la promesa de un puesto de trabajo asegurado, de un sueldo de por vida, ejercen, en los tiempos de crisis en que vivimos, una atracción muy fuerte sobre los aspirantes, sobre todo si se hallan sin trabajo. Pero no debiera ser este el factor explicativo dominante. La ausencia de autocrítica, el rechazo sistemático de la crítica del adversario, aunque en el fuero interno personal se piense que lleva razón (en el partido –se dice– no deben existir fisuras); la utilización permanente de la mentira –sin arrepentimiento- para tapar las corruptelas y atacar al oponente con el tú más, forma parte del quehacer ordinario del político parlamentario, en estos tiempos más agravada todavía.

Como sabemos bien, cualquier crítica a la línea seguida por el propio partido o hacia quienes lo dirigen, es considerada como una acción, cuanto menos impertinente, o incluso una mera traición; máxime si la rectificación exige perder votos para poder corregir. No pasará mucho tiempo sin que los más adictos a la cúpula del partido, al puesto o a la línea oficial del mismo muestren su rechazo hacia tan osado compañero de militancia, otrora incluso amigo, que la ejerza; lo que no quiere decir que este lleve siempre la razón y no haya que rechazar a veces su valoración de los hechos.

La mentira y el engaño se han instalado crónicamente en el sistema, sin el más mínimo deseo de corrección por parte de quienes forman parte de él. Y lo mismo sucede con la falta de honradez y de gallardía para confesarse errado o culpable de una acción deshonesta, en lugar de defender a capa y espada la mentira, queriendo convertirla en verdad. Están ambos tan extendidos entre nosotros, que no hacen sino avivar los recelos hacia la validez de nuestro sistema político para afrontar los graves problemas que nos acucian, y que la política partidista ofrezca muy poco atractivo e, incluso, rechazo en muchos sectores de la población. La democracia exige honradez, anteponer el bien de la mayoría a los intereses de partido y un compromiso valiente con la verdad. Por supuesto, mantenerse fiel a la palabra dada y no estar tan pendientes de las encuestas para ver por dónde tirar.

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