El Palquillo

Un binomio inseparable: el Señor de la Sagrada Lanzada y las Tres Caídas de Triana

Entra el misterio de la Sagrada Lanzada // PTV Sevilla

Cada día estoy más convencido de que la Semana Santa posee un valor que, junto a la belleza, permitirá mantenerla a flote en un mundo tildado por la monotonía, lo previsible y lo forzado: el contraste. Del contraste, inevitablemente, deviene la sorpresa, que a su vez genera ilusión en algunos casos. Los contrastes (atención, no confundir con contradicciones) de nuestra fiesta son puntuales y se manifiesta cuando se reúnen y convergen una serie de circunstancias: entorno, hora, cofradía, música, silencio, estado emocional... El contraste es extensible a cualquier cofradía y en cualquier momento y, además, no se repite. Ocurre, sin más. 

Por ejemplo, recuerdo como un contraste inolvidable, con apenas dieciséis, diecisiete años, un discurrir del Nazareno de la Candelaria por los Jardines de Murillo, alta la medianoche del Martes Santo. Aquellas marchas, aquel andar, aquella banda, aquella imagen, aquel paso... Un cúmulo de circunstancias que quedaron sobreimpresionadas en mi retina. Un misterio de Las Siete Palabras en Hernando Colón, una Virgen de los Ángeles por la calle Guadalupe, una Soledad de vuelta por Cardenal Spínola... En definitiva, los contrastes son esos momentos que, sin esperarlos, te sorprenden y te marcan. 

La entrada de la Lanzada

No hay día que no regrese a la entrada del misterio de la Sagrada Lanzada en la madrugada del pasado Miércoles Santo. Aunque físicamente no estuviera allí, todo se me desmoronó a mi alrededor: el plató, las luces artificiales... Las cámaras de PTV Sevilla reflejaron para siempre, a mi humilde juicio, un momento culmen de esta última Semana Santa. Desde que el primer ramillete de candelabros apareció, en sombra y titilante por la calle Cervantes, algo se nos reveló. Un silencio lapidario se apoderó de la Plaza de San Martín, que se hizo aún más intenso y abrumador con la cornetería trianera. Las melodías buscaban escape por Viriato, Divina Enfermera y Alberto Lista. ¡Qué marchas! ¡Solo podían ser esas en aquel momento! ¡Quién pudiera imaginárselas en otro escenario, en otro lugar! ¡Pensábamos que se compusieron exclusivamente para aquel instante milagroso!

Aquella escena trascendía los límites físicos del canasto y la imaginería. Era la verdadera revelación de la Lanzada de Cristo. La sangre, desmembrada en granos de arena sobre el reloj de la cruz, parecía caliente y apagada; San Juan tomaba aire para seguir llorando; los cascos y las bridas cascabeleaban sobre las flores y la lanza, metálica como un silbido sordo, se convertía en medialuna camino de su costado. 

Entró aquel misterio. Entró la Virgen. Se encendieron las farolas. Nos fuimos, con el ánimo absorto y ausente, con la mirada perdida, como queriendo volver a aquello que, quizás, nunca había sucedido. Era imposible. 

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