Crónicas de Roma: "Qui el Cristo, qui la Madonna"

Jubileo de las Cofradías

El Cachorr, en sus últimos minutos en el Vaticano
El Cachorr, en sus últimos minutos en el Vaticano / Juan Carlos Muñoz

Atardecer del jueves y amanecer del viernes.

Un viva

Cientos de peregrinos se reúnen en torno al Baldaquino, obra cumbre y maestra del barroco cuya altura sorprende a propios y extraños. El arzobispo está dirigiendo las oraciones, pero algún jartible, entretanto, afirma que hay ciertas reminiscencias co los candelabros de la Carretería. Y no le falta razón: todos atienden y asienten las analogías. San Pedro puede esperar, claro. Ahora, los cofrades, que aún se resisten a mirar como sosteniendo el momento definitivo de cruzarse con los ojos del Cachorro, caminan mirando al suelo, como rehuyendo de toda sugestión. Como queriendo llegar limpios al encuentro, como si estuvieran en la calle Castilla y no ante la tumba de San Andrés. Que también guarda ciertas reminiscencias con...

El barullo es notorio, superando los decibelios presumiblemente permitidos en el centro de la cristiandad. La capilla de la Presentación se ha convertido en una ramificación del Patrocinio y del Perchel. En una casa hermandad, en un bar. Entonces, un religioso sudamericano ajeno totalmente al panorama se acerca a uno de los cofrades cachorristas. "¿Usted también viene con todos estos de España?". Naturalmente, señor. "Pues que sepan que aquí no van a venir más, porque esto no se puede consentir..."

En ese momento, alguien brama: "¡Viva la Virgen de la Esperanza!". Y cientos de gargantas zamarrearon los cimientos de Roma.

Al otro lado del charco

Jamás he visto un atardecer similar al del Vaticano. Una suerte de escenario cinematográfico con colores imposibles, solo imaginados o soñados. Ya no hay chimenea y el aire se ha cobrado toda fumata. ¿Dónde habrá ido a parar ese humo que fue objeto de cientos de millones de miradas? A la nada, como todo. En el interior de San Pedro aún hay un rumor de abrazos, de lágrimas ahogadas, de sonrisas sujetas con besos a las mejillas. Y a ver quién las desclava. "Esto es la gloria bendita, hermano..." Hasta quien no se conoce se consuela con aquel que acaba de cruzarse. A nadie le importa los cielos de Bramante, Bernini o Sanzio, parafraseando a Herrera. Le importa el Cachorro, que a lo lejos despunta como la amapola en el trigal aún reverdeciendo. A su lado, la Esperanza, fijándose en todo.

La Basílica ha cerrado, pero fuera, una pareja de amigos se acerca a un joven que porta una bandera del Cachorro. Entablan conversación, intercambian estampas y arquean las cejas en gesto de sorpresa. "Somos de Guatemala, y venimos expresamente a ver al Cachorro..." Hay veces en la vida que es mejor callarse y escuchar. La vida se labra escuchando. "Sí, de verdad. Lo conocimos en la magna, en Sevilla, y queríamos volver a verlo. Su expresión llena de amor nos conmueve desde siempre, desde aquella vez que un amigo nos lo enseñó..." Eran fotógrafos, y en el carrete particular guardaron quizás el mayor de los retratos: echarse a los hombros una bandera del Cachorro. Del suyo, del nuestro, del de todos. Porque todos habremos de morir alguna vez.

El Cristo y la Madonna

Huele a azucenas en la Piazza Celimontana. Nadie se imagina lo que se cuece en el interior de esa carpa, esa estructura que se levanta a dos palmos del Coliseo, que es muy grande. Bordeándolo a uno se le vienen las palabras del líder del Frente Popular de Judea (no confundir con el Frente Judaico Popular y sus disidentes) en La vida de Bryan: "¿Qué han hecho por nosotros los romanos? Vale, la ingeniería, las carreteras, el vino, la sanidad, la educación, la paz, el alcantarillado..." Le faltaron los pasos, pero por lo demás, en orden.

Un compás arrítmico de tijeretazos corta los tallos de las flores que, con sumo gusto y cuidado, se distribuye asimétricamente en la inmensa jarra. El trono de la Esperanza va a quedar precioso. El del Cachorro, esta noche. Maridan bien las dos Semanas Santas. Como es lógico, aunque burdos provincianismos anoten lo contrario. A los cofrades nos gustan las cofradías. Y ya está. Se abre el portón y accede un representante de lo que parece ser el "Cecoprrromano", como bien ha señalado un cofrade trianero. Luce bien trajeado, como buen italiano, como si estuviera a punto de dar indicaciones a los floristas, como si deambulase por el césped de San Siro. Los ojos se le salen de las órbitas. Suponemos que, en su esquema mental, traza el itinerario de la procesión, calcula los espacios -como si el foro imperial fuera la calle Chapineros o la calle Larios- y realiza algunas preguntas que otra persona traduce. Tras un tiempo reflexionando y examinando, lanza una sentencia que comprendemos todos: "Qui va el Cristo, e qui la Madonna". Y señala el paso y el trono, respectivamente.

El florista mira de reojo y sonríe. Ha terminado.

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