La excelencia de la saeta: Los Gitanos abre una puerta
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Ante todo: naturalmente que es una cuestión secundaria que complementa la infinitud de contextos y ejes de la Semana Santa de Sevilla pero, al fin y al cabo, todo suma... O resta. Las manecillas del reloj sobrepasaban las tres y por el umbral del Santuario asomaba el Señor de la Salud y, con él, las primeras lágrimas, los primeros tiempos detenidos, las ausencias y las gracias musitadas.
No cabía un alma en aquella plaza que transmutó la algarabía en el más profundo de los silencios. Entonces emergió una voz de las profundidades de la tierra: "Sevilla te dice ole, gitano de San Román..." Fueron apenas dos minutos. Cuando calló, una suerte de instante vacío, una nada espacial y temporal, cruzó el compás del antiguo convento del Valle. Fue fugaz, como un resplandor, como lo que dura un pestañeo. Entonces, la ovación. El delirio. El percatarse. Aquello era una saeta, y por un instante, no lo comprendimos. La 'no' costumbre de lo excelso.
Jesús Méndez regaló a los presentes una saeta vibrante, agitada y profunda, cargada de desgarro y de pureza. El jerezano (bendita tierra) abrió el camino que continuaron sus otros paisanos y compañeros y que, de algún modo, acompañaron una dura estación de penitencia: Carpio, Borrico, Lara, Terremoto, Peña... Todos y cada uno de ellos, con su voz, a su manera, arrancaron llantos y detuvieron los pulsos de los cofrades sevillanos, algunos aturdidos por la belleza de un cante fundamental en nuestra Semana Santa como vía de expresión cultural y, por supuesto, como rezo.
La hermandad de Los Gitanos, con un grupo de hermanos al frente, se ha propuesto, de qué manera, recuperar esa saeta seguiriyera ya en desuso en nuestra ciudad, breve -como su propio nombre indica- pero potente, con fuerza, con presencia y calidad. Porque no: no todo el mundo puede cantar por saetas. Este año, una vez más, hemos vuelto a escuchar saetas interminables, (¡hasta seis minutos!), resueltas en gorgoreos huecos y voces imposibles que, más que acompañar la oración, quebraban la atmósfera y generaban miradas de incomodidad y hondos resuellos. Y, además, en momentos puntales de la Semana Santa, varios de ellos televisados. Por descontado resulta complejo, y no es el camino, impedir que cualquier fiel se arranque por este palo tan difícil de dominar y que requiere una capacidad abismal, pero la cuestión empieza por el autoexamen y la autocrítica. Y afortunadamente contamos en la ciudad con entidades que promueven el respeto por este palo, como la Escuela de Saetas de La Cena, y no debiéramos perder en el ostracismo legendarios apellidos que han engrandecido el cante de nuestra Semana Santa hasta hace no mucho tiempo. El camino sevillano es rico y fecundo.
La semilla, en cambio, está sembrada. Solo falta que fructifique, grane y se emule. Mientras tanto, guardaremos más en el corazón que en nuestra memoria aquella letra que hizo temblar los cimientos de la Costanilla una mañana de Viernes Santo: "Yo no he visto una cara más gitana/una mañana temprano en Sevilla..."
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