Sevilla

Redescubierta y reconfinada Sevilla

  • Un paseo por una ciudad que ahora se disfruta de manera íntima

La Plaza de San Francisco.

La Plaza de San Francisco. / Juan Carlos Vázquez

Nunca desde 2008 como durante este angustioso período –cuyo hito inicial en lo personal se remonta a aquel ya lejano 13 de marzo- había permanecido tanto tiempo en Sevilla, mi casa. Casi cinco meses que han pasado lentos como losas en una ciudad que, sin dejar visitar al menos una vez al año, he observado desde la distancia –Marruecos, Reino Unido, Turquía, Rusia- durante doce años de vida nómada. Redes sociales, portales o diarios en línea –empezando por este, Diario de Sevilla, donde eché los dientes profesionalmente- y las posibilidades actuales de comunicación con amigos y familia me han permitido seguir de cerca los cambios, quizás lentos pero inexorables, de una sociedad como la sevillana, que nunca me resultará indiferente.

Cinco largos meses de plaga coronavírica –y lo que te rondaré, morena- que me han dado una oportunidad inopinada [mis últimos meses han pasado entre Moscú, Madrid, Túnez y Tánger para terminar de carambola y precipitadamente en Sevilla, pues las autoridades de Marruecos nos dejaban encerrados de buenas a primeras para luchar contra el virus, en un raro mediodía de marzo con un país y una ciudad que se preparaban para el encierro] para patearme centro y periferia, regresar a la vida cotidiana de viejos amigos, visitar monumentos en solitario o charlar con comerciantes a pique de quebrar, parados sin demasiada esperanza y mayores angustiados. Cinco duros meses de regreso a casa –desde luego no los habría soñado nunca así- para escuchar y observar con el personal entre frustrado, inquieto y triste.

Lo cierto es que en mis excursiones urbanas por Sevilla me encuentro, de manera general, con una ciudad lenta, semivacía, disciplinada y preocupada. Entre tanta desazón he tenido el privilegio, eso sí, de disfrutar de manera íntima del centro, ese centro de la tierra que gravita intramuros y nos da la vida a todos, por muy desfigurado y desvirtuado que vaya quedando año a año. Me ha impresionado mucho ver la ciudad muerta, sin que se vislumbre resurrección alguna, en noches de primavera y verano que habrían sido, en un mundo normal, de veladores hasta las trancas, ríos de visitantes extranjeros cada vez más fascinados por esa otra Sevilla de moda que se perfila en los grandes portales y guías turísticas mundiales y también de procesiones, muchas procesiones. Cuesta creerlo.

Pero, sobre todo, la ciudad despreocupada que vivía al día, la ciudad que no podía perdonar una cruz de guía en la calle y una semana asfixiante bajo las lonas, la Sevilla que se convirtió en parque temático a su pesar, la ciudad que perdió cielos y tierra, novelera con lo recién llegado y cansina en su circularidad, la orgullosa ciudad ensimismada capaz de silenciar su talento y su progreso, me ha impresionado por su actual estado de responsable latencia.

No han sido mis mejores meses, como estoy seguro de que no lo están siendo para muchos de ustedes. En muchas de sus casas, estoy seguro, se están viviendo momentos duros. En lo estrictamente personal, mi vida ha dado grandes vaivenes en estos meses. No queda otra que seguir adelante, aquí o allá. No sé si la ciudad que nos aguarda será mejor o peor que la actual. Las predicciones económicas nacionales y locales son terroríficas. Todo apunta a que volveremos a confinarnos en esta canícula que parece empeñada en agravar el dramatismo del momento. Pero celebro que Sevilla, en estos meses de dolorosa inquietud, esté mostrando un silencioso temple digno de sus mejores momentos. Saldremos de esta.

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