Felipe y Guerra: ¿poli bueno, poli malo?
ALFONSO Guerra es uno de los personajes más poliédricos del último medio siglo de historia de España y, por ello, uno de los más atractivos. Su trayectoria puede analizarse desde puntos de vista muy diversos porque ha tenido una participación clave en acontecimientos que han marcado a España desde la crisis final del franquismo hasta, prácticamente, nuestros días. Fue protagonista de la transformación de un PSOE que pasó de ser una máquina anquilosada por el exilio y sin conexión con la realidad española a una moderna formación socialdemócrata. Su papel en la Transición y en la elaboración de los consensos que permitieron la Constitución de 1978 fue determinante. Más adelante tuvo una participación clave en la campaña que llevó en las elecciones de 1982 a Felipe González a una mayoría absoluta que superó los 200 escaños, en el diseño del Gobierno y en la formulación de su programa. Mantuvo en los primeros Ejecutivos socialistas la ortodoxia socialdemócrata frente la deriva liberal de ministros económicos como Miguel Boyer y Carlos Solchaga, de lo cual queda un relato apasionante en sus volúmenes de memorias.
Pero de todos los aspectos de su paso por la política, sobre todo en los años, teñidos de épica por el tiempo, de la construcción de la democracia el que arriba firma se queda con la pareja irrepetible que formó, primero en el partido y luego en el Gobierno, con Felipe González. Desde el congreso socialista de Suresnes en 1974 hasta la dimisión como vicepresidente del Gobierno en enero de 1991, Felipe y Guerra formaron un equipo que funcionaba como un engranaje perfecto gracias a un reparto de papeles que se mantuvo durante más de una década.
En ese reparto, a Guerra le correspondía la parte dura y más desabrida para que González pudiera brillar como estadista y como político transversal alejado de cualquier histrionismo. Guerra daba caña, Felipe centraba los mensajes. Es el tan manoseado esquema de poli bueno, poli malo que se ha utilizado hasta la saciedad. Tanto en el partido como luego en el Gobierno, Alfonso Guerra era el que mantenía el orden y la cohesión y que el no permitía que nada se saliera de los cauces. Con frases como la de que “el que se mueva no sale en la foto”, que, en realidad nunca dijo, ejerció un poder efectivo en la sombra que le facilitó mucho las cosas a Felipe González.
Pero donde mejor brilló ese reparto de papeles fue, antes del triunfo electoral, en el acoso a los gobiernos de la UCD y, más adelante, en el combate contra la oposición. Guerra acuñó un estilo propio en el que la mordacidad y el sarcasmo tenían territorio propio y que llamaba poderosamente la atención en una España que estrenaba usos democráticos. Lo mismo se subía al estrado del Congreso para llamar a Adolfo Suárez tahúr del Misisipi con chaleco floreado que daba duro a Soledad Becerril comparándola con Carlos II “vestido de Mariquita Pérez” o ironizaba sobre la marcha al centro del PP: “¿de dónde vendrán que llevan treinta años y todavía no han llegado?”.
Con la perspectiva que da el tiempo, hay muchos elementos para saber que Guerra supo hacer un uso certero de este papel. Pero que detrás de esa fachada para consumo público, había un político hábil y con estrategias a largo plazo. La democracia española le debe mucho y la Historia, más pronto que tarde, sabrá ponerlo en su sitio.
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